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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿De quién es la guerra?

Ni la desgraciada muerte del capitán de navío Manuel Martín-Oar ni el miserable atentado contra las instalaciones de la ONU del pasado martes en Bagdad pueden ser el rasero por el que se mida la eventual conveniencia o desatino de la presencia militar española en Irak, decidida por el Gobierno de José María Aznar en una firme vinculación con los intereses geoestratégicos de Estados Unidos, la superpotencia principal ocupante del país.

Con muertes por el terror o sin ellas, y con toda la condena sin paliativos que ese horror suscita, España, a través de una fuerza militar subordinada a Washington, está en Irak en persecución de unos planteamientos que nunca han sido legitimados por Naciones Unidas, digan lo que digan desde el Gobierno español. Tratar de justificar nuestra presencia allí con apelaciones a una lucha universal contra el terrorismo, con intrincados recursos éticos a comparar la lucha contra ETA a la lucha contra el terrorismo integrista es, cuando menos, un argumento falaz. Y roza la villanía acusar a la oposición de que si no apoya ese combate en Bagdad o Diwaniya contra el terrorismo integrista, se debe a su vacilación para luchar contra el terrorismo etarra.

El Gobierno del presidente Aznar ha metido a España en una operación de enorme importancia geoestratégica, pero que va francamente mal en lo cotidiano: creciente número de muertes en la fuerza de ocupación anglo-norteamericana a la que se opone una resistencia, sin duda formada por partidarios del execrable régimen de Sadam Husein, pero que incluye también a iraquíes de cualquier condición, y que, por añadidura, ha atraído a esa internacional islamista que viene actuando desde hace muchos años, en algunos casos, como en Afganistán, con el apoyo de Estados Unidos.

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¿Y cuál era el motivo para intervenir en Irak? George Bush y Tony Blair están experimentando graves dificultades ante sus opiniones públicas y las cámaras legislativas de sus países respectivos, por lo que cabe describir, al menos, de grosera exageración de la amenaza real que representaba una potencia exangüe como Irak y su hasta ahora no demostrada pretensión de que Bagdad poseyera armas de destrucción masiva. España no envió durante la guerra tropas de combate a Irak, pero el presidente Aznar sí que respaldó con idéntica desenvoltura que sus colegas anglosajones la noción perversa de que el régimen de Sadam Husein constituía una amenaza inminente a nuestra seguridad.

Y así fue como se apoyaron los inútiles intentos de Washington por obtener una resolución del Consejo de Seguridad que legalizara la operación. Pero, a diferencia de Bush y Blair, el presidente español no se ha dignado dar cuenta al Congreso ni comparecer para debatir la participación española en la posguerra, que es cierto que puede tener como justificación formal, e incluso responder a lo que puedan ser las mejores y vanas intenciones del Gobierno, la reconstrucción del país, pero que una parte de la opinión iraquí ha de percibir inevitablemente como fuerza ocupante, y que, sobre todo, carece del debido nihil obstat de la ONU.

Francia, Alemania, Rusia e India se han negado a los requerimientos de Washington para enviar tropas por esa misma razón. Porque nos hallamos ante una operación bajo control exclusivo de Washington, que quiere internacionalizar al máximo la coalición militar sobre el terreno, ahora que la posguerra se le pone cuesta arriba, para diluir la apariencia de unas responsabilidades que, sin embargo, no está dispuesto a compartir. Los países citados, que se opusieron en su día a la guerra, no maquillarán ahora la posguerra haciendo de comparsas del prójimo anglosajón. Aznar, sí.

¿Y cómo se sale de todo esto? Una vez enfrascado en la presunta tarea de devolver a la comunidad internacional un nuevo Irak, bruñido de democracia y rico de petróleo, Estados Unidos tiene difícil marcha atrás, aparte de que los halcones de la presidencia de Bush pueden seguir, fácilmente, convencidos de que el camino, aunque largo y abrupto, llegará un día a buen puerto. En España, a lo que se ve, tampoco Aznar parece cambiar de opinión.

La salida sólo puede pasar por la ONU. El secretario general Kofi Annan se ha negado a enviar cascos azules, en la medida en que no vayan a ser más que una cobertura para la ocupación, pero cosa muy distinta sería si el Consejo de Seguridad aprobara la formación de una fuerza internacional que sustituyera a la ocupante, con la misión de devolver la paz a un país, en el que habría que organizar lo antes posible elecciones libres, para poner término a un conflicto con este colofón indeseado de posguerra, que tanta sangre iraquí y aliada ha costado ya. Nadie ha de llorar el derrocamiento de Sadam Husein y nadie pretende que vuelva. Pero la ocupación disfrazada de reconstrucción no es la respuesta. Esta guerra no es de España y Aznar está obligado a explicar muy claramente en el Congreso por qué y para qué estamos metidos en ella.

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