Olor de fiestas
Las fiestas, y no sólo los machos de los anuncios de colonia, también tienen su aroma, y muy probablemente el aroma resulta diverso según en qué sector de la ciudad se encuentre uno. El calor pertinaz que nos azota durante los últimos años ha obligado a que, en los hoteles, el personal disfrute de mareas incontrolables de aire acondicionado. Claro que el aire acondicionado disipa los aromas, y todas esas señoras que acuden, generalmente compuestas pero sin novio, a los saraos hoteleros no dejan rastro de perfume: todo se lo lleva el aire, el aire acondicionado. Los aparatos funcionan a tal potencia que el ambiente se torna aséptico. Ni hay al principio rastro de perfume, pero luego ni siquiera el sudor puede hacer de las suyas. Los hoteles de Bilbao son durante las fiestas un prodigio inodoro, aunque quizás el coste se encuentre en algunas pulmonías.
Si en los hoteles ya no huele a nada, en El Arenal ya no huele a ese denso caldo festivo característico de otros años
La progresiva asepsia de los hoteles tenía su contrapunto en el aire denso del recinto festivo. De nada valía en él que se contara con el aire acondicionado más potente del mundo: el aire libre. Por mucho que circularan las corrientes matutinas, el entorno de El Arenal siempre ha tenido en fiestas un aroma pastoso, mareante, en el que se entremezclaban todos los recuerdos de la noche anterior: recuerdo de los guisos, las fritangas, los alcoholes, las vomitonas, los orines, los sudores, las lágrimas, el semen. Todos los líquidos vinculados a la actividad hostelera y a la actividad orgánica se aliaban a la hora de generar una especie de efluvio matador, una nube tóxica que vagaba por las esquinas inficionando los pulmones de las almas más delicadas.
Esto fue así durante años. Pero no, también esto se ha ido al traste. Si en los hoteles ya no huele a nada, en El Arenal ya no huele a ese denso caldo festivo característico de otros años. Ahora uno cruza el lugar por la mañana, entre los restos de la batalla nocturna, y el asfalto emite un fuerte olor higiénico, clínico, como si las brigadas de la limpieza se hubieran empleado con más fervor que en los quirófanos de Cruces: ahora todo huele a lejía, o a detergente, o vaya uno a saber a qué líquido amoniacal derramado por la brigada municipal. Son líquidos dispuestos a barrer toda clase de bacterias, esas bacterias que otros años prosperaban entre las anónimas vomitonas.
Pasear por el recinto festivo exige una nueva mascarilla: los líquidos de limpieza utilizados son efectivos, pero infernales para cualquier organismo vivo. A uno le traen recuerdos de la infancia, cuando la proletaria lejía desteñía las camisas y calcinaba las manos de las amatxus. Uno pasea en torno al Arriaga y se marea ante tanto líquido empleado en lucha contra la fiesta, contra la fiesta de la noche anterior.
Desde luego, tampoco se trata de criticar por criticar. Hombre, puestos a elegir, uno prefiere aturdirse y perder la regularidad de ciertas constantes vitales a cuenta de inhalar esos amoniacos limpiadores, antes que ir perdiendo la consciencia a cuenta del denso hedor digestivo, bronquial, que emanaba de las txosnas en los años duros. Quizás sólo se trate de sustituir un mareo por el otro, pero en la vida muchas veces hay que elegir: quedémonos con la lejía y su acción benefactora.
Las fiestas de Bilbao han alcanzado tal grado de asepsia olorosa que cualquier guiri puede transitar por nuestras calles sin ninguna añoranza de su aburridísimo y limpísimo barrio del extrarradio. Ignoro si esto es fruto de la integración europea, pero algo habrá. Lo cierto es que todo ello va liquidando nuestro olfato, el único sentido que la civilización ha considerado siempre innoble. Olemos cada vez menos, y la verdad es que preferimos no oler. Ni que nos huelan.
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