La ballena
Me encanta la ballena, lo confieso, esa enorme ballena azul de más de doce metros que ha sobrevolado Bilbao, por tercer año, en la Aste Nagusia. La parafernalia del desfile se hace más compleja cada vez (este año la ballena venía rodeada por una original muestra gigante del mundo de los insectos, una muestra que habría hecho feliz a cualquier entomólogo) y los trastos realizan movimientos mecánicos cada vez más sofisticados. Son eso que en euskera se llaman tramankuiluak: artefactos, cachivaches o cacharros, pero siempre con una connotación mecánica, cuya eficacia, sin embargo, despierta cierto escepticismo en quien así los denomina. Para un pobre peatón como yo, hasta los cohetes de la NASA tienen mucho de tramankulus.
Los cacharros en cuestión eran espectaculares, pero nada quitaba protagonismo a la ballena, una ballena azul coloreada en tonos 'naïf', alegre y divertida
Los cacharros en cuestión eran espectaculares, pero nada quitaba protagonismo a la ballena, una ballena azul coloreada en tonos naïf, una ballena alegre y divertida. De las fiestas siempre se dice que desinhiben, apuntando hacia la juerga y el jolgorio, pero quizás lo hacen también de otra manera: nos vuelven niños, nos ilusionan con cosas tontas como una ballena azul de más de doce metros, dotada de una sonrisa sin mancha.
Sólo ese retorno a la infancia explica también que los autos de choque, los tiovivos, los puestos de tiro de las ferias, puedan volvernos locos y que en ellos disfrutemos como auténticos enanos. Otra cosa es que, si uno es padre, o tío complaciente, se provea de su propio enano como excusa para acudir a esos lugares. Y es que a algunos aún nos parece necesaria una coartada para eso. Cuestión de timidez.
Ignoro el origen de esta curiosa costumbre de la ballena azul, y pediría perdón por eso, pero el éxito de la iniciativa merece que se convierta en una tradición más de estas fiestas. Al fin y al cabo, Marijaia apenas tiene 22 años más que la ballena. Hasta podríamos llamarla su hermana menor. Ignoro si la ballena tiene una motivación ecologista, o si cuenta con un nombre propio, o si antes y después de los desfiles, durante el largo año anterior a cada Semana Grande, la ballena descansa en algún lugar concreto. Lo cierto es que me gusta.
Pero es que, además, tratándose de unas fiestas emergentes, cuya iconografía en ningún caso llega más allá de los 25 años, no estaría mal incorporar la ballena, definitivamente, al muestrario festivo, para que los cronistas de los próximos siglos puedan documentar su primera aparición en el año 2001 y cómo han seguido pasando los años, las décadas, los siglos, poniendo en el cielo de Bilbao, a la altura de vuelo rasante, un enorme mamífero marino.
La parte infantil de las fiestas es una recuperación que uno realiza con los años. En la juventud son siempre algo nocturno y excitante. Pero el tiempo no perdona, y de pronto uno se ve rodeado de seres bajitos que no sólo le llaman aitatxu, sino que exigen que juegue con ellos. Se trata de un imperativo moral más fuerte que el célebre imperativo kantiano: los niños están ahí para disfrutar y uno, en tanto en cuanto responsable de su disfrute, o se vuelve como ellos o puede acabar amargándose la vida. En ese sentido, uno se ha hecho más matutino, y uno se ha hecho, al mismo tiempo, más pequeño, más revoltoso, más capaz de disfrutar de esas otras fiestas que los noctámbulos, a menudo, ni siquiera llegan a sospechar.
El emblema de esas otras fiestas inocentes puede ser la ballena, la enorme ballena azul que surca la Gran Vía, con un vuelo asombroso, embriagante, absolutamente imaginario, tan imaginario como sólo pueden serlo las cosas de los niños. Creo que la ballena se merece que siga volviéndonos niños, cada nuevo agosto, por muchos años que vayamos sumando sobre los hombros.
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