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Péndulos despendolados

Siempre podrá parecer una extravagancia acudir en ayuda de un presunto perdedor, sobre todo si sobre él se acumulan las inclemencias producto no sólo de circunstancias inevitables, sino también de errores propios. El PSOE no pasa por una buena temporada y el autor de este artículo tampoco le profesa por principios ningún tipo de especial estusiasmo: por generación y por dedicación profesional, lo previsible es que le hubiera votado mucho más de lo poco que lo he hecho. Sentada esta afirmación, me atrevo a añadir que el PSOE tiene razón al propugnar una España plural en que, por ejemplo, sea posible una reforma del Senado, una presencia de las comunidades autónomas en la Unión Europea y una colaboración más estrecha entre ellas. No tiene la cuestión nada que ver con la derecha o la izquierda; responde, en cambio, a la otra gran cuestión que nos divide a los españoles, el sentimiento de identidad. Me parece que una apertura política en el sentido indicado es más propia de una colectividad en que existen identidades compartidas en distinto grado; además, un criterio de pura funcionalidad favorece, en principio, ese planteamiento. El propio Aznar, al inicio de la presente legislatura, propuso encontrar una fórmula para el Senado; a partir de un determinado momento se ha negado a cualquier cambio y ha clausurado toda posibilidad de seguir un camino nuevo en política autonómica.

Siempre constituirá un interrogante hasta qué punto esta actitud ha estado motivada en exclusiva por el problema vasco; de lo que no cabe la menor duda es de que una actitud de centro-derecha no es incompatible con una evolución de la organización territorial del Estado en el sentido indicado. Sucede, sin embargo, que la renuncia a enfrentarse a la complejidad encuentra siempre poderosos apoyos en la derecha tradicional española.

Sobre todo si se le alimenta de modo conveniente. Ya la propuesta política del lehendakari Ibarretxe me pareció legítima pero inviable, irresponsable por las respuestas que engendraría de forma reactiva e incapaz de lograr un grado de consenso como el que tuvo tras de sí el Estatuto de Gernika. El documento que a finales de julio se ha filtrado como uno de los borradores de la concreción de esa propuesta empeora el juicio previo, porque plantea la cuestión en unos términos en los que, en un debate parlamentario, daría lugar a una proposición de "no ha lugar a deliberar". Se puede debatir todo, pero lo que no tiene sentido es establecer el resultado y las reglas de la discusión antes de haberla iniciado.

El camino no es ése, y hay juicios muy cercanos al País Vasco que lo ratifican. El Instituto Vasco de Administración Pública acaba de publicar un extenso y plural conjunto de estudios acerca de la propuesta del lehendakari; bueno es que haya aparecido, porque testimonia conciencia de pluralidad. Pues bien, en él aparecen fórmulas que podrían dar respuesta a algunas de las reivindicaciones del nacionalismo vasco. El supremo órgano judicial en Canadá tiene, por ejemplo, una composición territorial; en el caso belga existe un sistema de representación rotatoria de tal manera que un consejero flamenco puede llegar a presidir un Consejo de Ministros de la Unión Europea. Pero hay en ese libro también juicios muy claros y difícilmente discutibles. Corcuera escribe, por ejemplo, que "el plan es un proyecto nacionalista que responde a una lógica nacionalista e intenta construir la utopía nacionalista en una sociedad cuyo 50% no es nacionalista". Agirreazkuénaga afirma que el plan "no tiene recorrido jurídico político alguno", de tal manera que, en realidad, no viene a ser otra cosa que "un programa político con sólo proyección posible a muy largo plazo" o, a lo sumo, su utilidad no puede ser otra que la derivada de constituir una "guía, programa o proyecto para futuras o próximas confrontaciones electorales".

Supongamos que sólo sea eso. Aun así, lo que resulta difícil de entender es la razón por la que el PNV se empeña, en contra de su propia tradición histórica y de la pura sensatez, en esa vía. Como se sabe, la mejor historia del nacionalismo vasco apareció con el titulo El péndulo patriótico, porque la constante de este movimiento político ha sido oscilar entre una opción autonomista y otra independentista. No se trata de que en unas ocasiones haya triunfado una u otra, sino que siempre han convivido ambas. Lo que hoy parece suceder es que la segunda es la única legítima. Pero ese camino conduce a un callejón sin salida; por largo que parezca, ése es su final.

Algo habría que hacer para evitarlo: por lo menos, ofrecer una mínima pista de aterrizaje para la rectificación. Las esperanzas de que en el PP tenga lugar un cambio son mínimas a corto plazo bajo el liderazgo de Aznar; alguna mayor con su sucesor en un contexto en que la mayoría absoluta es poco probable. Pero, por lo menos, la necesidad de que esa pista exista debería ser evidente para quienes, personas excelentes, se sitúan en las antípodas del nacionalismo vasco. Citaré dos casos muy distintos pero que han tenido ambos un impacto decisivo en la sociedad vasca.

Jaime Mayor Oreja ha sido durante mucho tiempo el mejor ministro de Aznar. Tras las experiencias previas, resultaba una exigencia perentoria que al frente de Interior hubiera un político de principios, buen comunicador e intachable en cuanto a los procedimientos. No cabe la menor duda de que en el modo de combatir el terrorismo ha obtenido muy meritorios éxitos: es más, muchas de las medidas por él propuestas y que en principio podían parecer discutibles han revelado su eficacia. En ocasiones sus diagnósticos han pasado por la peor prueba imaginable para quien desempeña un puesto ministerial: ser controvertidos por el propio presidente del Gobierno. Un político tiende de modo natural a evitarse los peligros mayores que le pueden amenazar en su camino hacia el máximo de poder; no es éste el caso de Mayor, que ha autoconsumido su capital político como candidato a lehendakari o presunto sucesor. Ha sabido, en fin, romper con esa frontera ideológica insalvable que en España se da entre la derecha y la izquierda. Pero, sobre todo, en los últimos tiempos se ha lanzado a una identificación entre ETA y el PNV que deja a éste sin asidero alguno para una remota evolución y apiñado en el enfrentamiento.

Fernando Savater ha escrito un libro de memorias brillante y bienhumorado como pocos. Reflexionando tras la lectura de sus páginas, llama la atención que su actual posición acerca del País Vasco se caracteriza al mismo tiempo no sólo por su valentía, sino también por su desinterés y por su condición de imprescindible en el sentido de que difícilmente podría haberla asumido otro. Pero en su progresiva adopción de posturas ha llegado mucho más allá del repudio del "nacionalismo obligatorio". Ahora ha pasado a la condenación de quienes, para él, representan las componendas con el tribalismo caciquil nacionalista entre quienes figuran, sin duda, los socialistas (o sólo una parte de ellos). En ello ha habido una evolución, la misma que se ha producido en Mayor, en otro tiempo (1996) autor de los pactos PNV-PP. No hay, pues, tan sólo un péndulo despendolado en el País Vasco, sino varios.

Se comprende pero no se justifica que una actitud refleja provoque esos resultados, en especial si va acompañada de actitudes descalificatorias. En el campeonato de sufrientes por los errores de aquellos con los que se simpatiza, pocos ganarán a quienes vemos al PNV como una pieza cardinal de la democracia española. Pero estos dos protagonistas esenciales de la opinión pública vasca deberían tener en la discrepancia al menos una actitud de apertura hacia las posiciones de quienes dejan abierta esa pista de aterrizaje al PNV.

Sin duda la decisión del PSOE tiene indudables riesgos; puede ser objeto de ataques simplificadores y una parte considerable de los españoles renunciarán a entenderla, por demasiado poco conscientes de la pluralidad o por considerarla insuficiente. No convencerá a la derecha española tradicional; quizá llegue al centro. Pero ese programa de una España plural coincide también con la visión que de España tienen muchos otros, y tiene, sin duda, la ventaja de que ofrece una apertura hacia un camino más allá de la exasperante confrontación habitual en torno al problema vasco.

Javier Tusell es historiador.

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