El caldo inaugural
Por fin comienza la Aste Nagusia del XXV aniversario, y la villa recobra las maneras del Bilbao festivo y zumbón al que ya estamos acostumbrados. Uno llega a Bilbao mañana, pero informadores estratégicamente dispuestos en la villa, a lo largo de los días antecedentes, volvían a dar cuenta del estado desértico, espectral, del territorio. Y quizás esa es la diferencia fundamental con las fraternas fiestas donostiarras: que en San Sebastián, haya o no fiestas, el verano siempre es verano, mientras que en Bilbao hay menos personas por metro cuadrado que en el desierto del Kalahari, salvo en Semana Grande, en que no hay modo de dar un paso sin pisar los pies a alguien.
Las fiestas marcarán su tradicional trayecto ascendente hasta el próximo fin de semana, que configura en sí mismo toda una traca final. El viernes que viene es el Día Grande de la Semana Grande, así que ahí ya no cabe mayor grandeza: sencillamente estallaría el calendario.
La retransmisión festiva de Bilbao es un amasijo de harina y espumosos que las cámaras recogen con fidelidad del neorrealismo italiano
La crónica festiva arranca con el acontecimiento chupinero. El alcalde dirigió a través de los medios las palabras de rigor, invitando a propios y foráneos a pasarlo bien. Azkuna afronta las fiestas con buen ánimo, y eso a pesar del sinsabor que supuso la caída de la torre, la torre de Abandoibarra, aquel zigurath moderno desde el que la Diputación foral iba a controlar nuestros bolsillos. No, ya no habrá torre, quizás porque la Diputación prefiere, puesta a escudriñar el patrimonio popular, repartir los centros de observación por toda la ciudad.
Lo que queda del acto inaugural fue el inaudible (e inaudito, por lo no oído) discurso del pregonero, y el ligero temor de la chupinera a la hora de esgrimir el arma. Yo no sé qué pasa, por otra parte, con las retransmisiones festivas, pero hasta la de San Fermín, prodigio del desenfreno, parecen más limpias que las de Bilbao. Las de Bilbao son un amasijo de harina y espumosos que las cámaras recogen con fidelidad del neorrealismo italiano, o de esa tradición literaria denominada realismo sucio. Para sucio, a lo que parece, nada como el chupinazo de Bilbao. Este año hasta se oía como ruido de fondo el crepitar de las botellas de cristal, que los servicios municipales recogían después de la pachanga.
El chupinazo se resume en una explosión festiva gobernada por la harina, harina que emulsiona con líquidos diversos: el champán, el vino, el sudor y la saliva. Al final se genera un caldo rosáceo, digestivo, sobre el que la juventud retoza y se solaza. Desde luego, una de dos: o se trata de una tradición específica o la televisión autonómica refleja el arranque de la Aste Nagusia con una saña que no se permite en otras. Sea lo que sea, en el chupinazo bilbaíno hay algo orgánico, matérico, estomacal. Misterios de la televisión, habida cuenta de que luego, paseando por Bilbao, uno certifica que son fiestas bastante civilizadas.
Este año el caldo inaugural se vio potenciado por la lluvia, una lluvia pertinaz que no dejó de caer en la primera tarde de fiestas. Tras quince días de calor inmisericorde, la lluvia tenía que hacer presencia ahora, precisamente ahora. Ya es mala suerte. La suerte se alió con la harina, con los huevos rotos, con los regueros de champán, de vino y de diversos líquidos orgánicos, todo convertido en un denso caldo alrededor del teatro Arriaga. Claro que la estética digestiva del chupín inaugural vino apuntalada por una animosa reportera de ETB que, mientras iba realizando las entrevistas de rigor entre el gentío, deslizó el siguiente y pavoroso comentario: "Es que en Bilbao eso de ir mono ya no se lleva: hay que ir de guarro".
Hombre, querida, la frase siempre resulta discutible. Pero en Bilbao más que en ningún otro sitio.
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