Trata(n)do de árboles
Estas líneas empezarán duramente. Luego se ablandarán. El optimismo tiene a menudo un difícil comienzo. En su poema A los que nazcan más tarde, Bertolt Brecht escribe: "Realmente vivo en tiempos sombríos. La palabra ingenua es necia. Una frente lisa revela insensibilidad. El que ríe aún no ha recibido la terrible noticia. Qué tiempos son estos en que una conversación acerca de los árboles casi es un crimen porque implica estar callando sobre tantas fechorías".
La dureza está en ese recordatorio. Vivimos tiempos oscuros, tiempos geológicos, por llenos de piedras y pedradas. Y este año además sin el consuelo del verano, que suele ser paréntesis, olvido o tregua de la roca; y que está siendo una versión corregida y aumentada de la más granítica realidad. En la política, un tramo más de los mismos debates; como otro trozo, indiscernible y solitario, de una tenia. En la violencia de género, el mismo suma y sigue, o peor, una nueva modalidad que sigue y multiplica a las asesinadas. Y ni siquiera el calor reconforta, que este año es tormento y tragedia. Y tampoco ayuda andarse por las ramas, porque este verano las "conversaciones acerca de los árboles" están llenas de incendios y de crímenes que no son metafóricos como el poema de Brecht, sino literales, agresiones premeditadas o displicentes contra los pocos bosques y bosquejos que nos van quedando.
Pero tenemos ya mediado agosto y necesitamos como sea -en el plural cabemos la columna y yo misma- un respiro. Coger aire. Porque sin oxígeno no conseguiremos, en septiembre, bucear por planes -con vocación de planos y de planas-, escándalos o sucesos, que de todo eso habrá. Ni renovar el plasma de las reflexiones. Ni ventilar el cuarto de la opinión. Y el aire está en los árboles, ya se sabe. Por eso vuelvo ahora, tierna, blandamente, al punto de partida. Al otro lado del poema de Brecht. A la reivindicación de las "conversaciones acerca de los árboles". Es vital hablar de ellos en los tiempos del cólera. Esencial colocarse, sin complejo y sin culpa, en el lado más botánico -raíces, sombra, frutos- de la vida. Mirar y entender desde ahí.
Inicio mi primera conversación forestal en la selva centroamericana donde vive el quetzal, el extraordinario pájaro de plumaje verde -entre color de hierba y de esmeralda- y pecho rojo que es uno de los símbolos de Guatemala. El quetzal es pequeño, menor que un petirrojo; sin embargo posee una cola fantástica, inverosímil, que en algunos ejemplares alcanza los dos metros de longitud. Por eso sólo puede habitar en las ramas más altas. Por eso vuela de un modo reflexivo y enigmático. Y bajo ningún concepto acepta vivir en cautividad. Se ha tratado de encerrarlo de mil modos; con métodos tan extravagantes como el que consiste en envolver vastas extensiones de selva en una gasa fina, como tela de araña. En vano. El quetzal siempre lo descubre y obra en consecuencia. Y si no insisto en que se deja morir al darse cuenta de que está preso, es porque eso no me parece lo importante. Lo importante es que sabe distinguir el encierro, cualquiera que sea la forma que revista; reconocer la trampa más sutil, la barrera mejor disimulada. Lo fascinante es que en su cerebro diminuto cabe entera, exacta, la noción de libertad -como un bosque que nada rodea-; y la comprensión de que su ejercicio es fundamentalmente cuestión y tarea del conocimiento.
Para lanzar la segunda conversación acudo a Italo Calvino que en El barón rampante, la historia de Cosimo de Rondó, que vivió en los árboles, dice: "La juventud se pasa pronto sobre la tierra, así que imaginaos en los árboles donde todo está destinado a caer". Es el viejo recordatorio de que la vida es suma de fugacidad e impermanencia; la sabia invitación a distinguir, consecuentemente, las raíces de las ramas; las maderas nobles de las de batalla; las sombras que protegen de las que sólo tapan. Los bonsáis, de los troncos con futuro, árboles de altos vuelos, en cualquier estación.
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