El lugar de Rubén Darío
Dos libros renuevan y profundizan el enigma del genio nicaragüense y el lugar central de su obra entre nosotros. Blas Matamoro reconstruye los campos intelectuales que Darío atravesó y Julio Ortega aborda la crítica de su poesía a partir de su biografía.
En los veinte años que van de Azul... (1888) a El canto errante (1907), Darío remuneró dos siglos y medio de indigencia en la poesía castellana, poblándola de formas, metros y temas que la dejaron en el umbral de la sincronía con las otras grandes literaturas en lenguas europeas. Cómo alguien nacido en una localidad provinciana de Nicaragua, educado por unos tíos abuelos que no eran particularmente ricos ni cultos, alcoholizado desde su primera juventud y muerto antes de cumplir cincuenta años, pudo llevar a cabo esa labor ciclópea ha sido un misterio irresistible para el género biográfico, una seducción perpetua para la crítica. Unamuno lo trató de indio afrancesado desde que tuvo noticia de su existencia, y al final debió rendirse a su grandeza. Desde entonces casi no hubo figura significativa de nuestra literatura que no haya dedicado artículos o libros a Darío. Hoy sigue siendo válido lo que escribió Octavio Paz hace cuarenta años: "El lugar de Darío es central (
RUBÉN DARÍO
Blas Matamoro
Espasa. Madrid, 2002
263 páginas. 13 euros
RUBÉN DARÍO
Julio Ortega
Omega. Barcelona, 2003
268 páginas. 27 euros
...). No es una influencia viva sino un término de referencia: un punto que hay que alcanzar o traspasar".
Dos nuevos libros se suman a la casi infinita bibliografía dariana, ambos incluidos en colecciones de biografías. Blas Matamoro (Buenos Aires, 1942), autor de una amplia obra biográfica y crítica, con títulos dedicados a Proust y a Victoria Ocampo, se vale de lo mejor del biografismo clásico - información amplia y precisa en una prosa nunca lastrada de academicismo- junto con un enfoque crítico riguroso. Es minuciosa su reconstrucción del campo intelectual o, mejor dicho, de los diversos campos intelectuales que Darío atravesó y modificó radicalmente. Matamoro no intenta desvelar el enigma del genio sino que lo afianza: repasa la educación nada excepcional que recibió Darío, sus primeras lecturas de los parnasianos en traducciones, pues no sabía francés, que fueron sin embargo la fuente de su mito de París y de muchos de los temas de su poesía y del modernismo. Son sobre todo excepcionales los capítulos dedicados a los cinco años de Darío en Buenos Aires (1893-1898), periodo crucial en su propia producción y en la consolidación del movimiento que lideraba; y a la posterior estadía en Europa, entre Madrid y París. Decidido a apartarse del culto al poeta prócer, Matamoro enumera además su errática vida sentimental, sin excluir el vínculo que lo unió al guatemalteco Enrique Gómez Carrillo: "Noviazgo interrupto y constante, duró hasta la muerte de Rubén".
El trabajo del crítico peruano Julio Ortega -residente en Estados Unidos, autor de libros sobre Lezama Lima y Carlos Fuentes, entre otros- es más breve, ya que la mitad del volumen, como es habitual en la colección Vidas Literarias, lo abarca una antología del poeta estudiado. Ortega toma el eje biográfico como apoyatura para una serie de abordajes críticos que contienen momentos de lectura estimulante, como cuando estudia las valoraciones debidas a Juan Valera, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Dámaso Alonso o Juan Larrea. Resulta curioso, sin embargo, que un crítico de su capacidad se tome a la ligera los aparatos teóricos de que se sirve: parafrasea apresuradamente a Lacan ("El deseo es siempre otro deseo...") o sostiene que Darío niega la teoría de Harold Bloom de la ansiedad de la influencia, porque siempre "fue fiel a sus figuras patriarcales (Hugo, Verlaine)". La idea de Bloom es más sutil: no atañe a la actitud de veneración o "parricidio" de un poeta hacia otro, sino a la relación que se establece dentro mismo de la escritura, de poema a poema. En todo caso, ambos libros renuevan y profundizan el enigma del genio de Darío y el lugar central de su obra entre nosotros.
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