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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El buen matar

El profesor y escritor Peter Conrad, desde niño fascinado por el cine de Hitchcock, se adentra con elegancia y notable atrevimiento en el lado tenebroso del cineasta.

El lado tenebroso de la vida cotidiana y las razones (que leído el libro parecen irrefutables) del desvío hacia el crimen de los comportamientos comunes y pacíficos de la gente son, para Peter Conrad -profesor australiano de lengua inglesa en la Universidad de Oxford y devoto, sin pedanterías cinéfilas, de la imaginación de este inmenso artista-, la materia que abastece el cine de Alfred Hitchcock y un indicio fiable de que lo esencial de su obra permanece.

Los asesinatos de Hitchcock es una contribución muy original y atrevida al esfuerzo, iniciado hace algún tiempo pero acentuado últimamente, de rescatar al cineasta británico de su secuestro en el lado sepulcral de las cinematecas e incorporarlo al equipaje del conocimiento de lo que ocurre a este lado de las pantallas. Queda -es imborrable- la estela de la gran exposición, de alcance planetario, sobre Hitchcock y el Arte Moderno, que ocurrió en París hace dos años, y en tan corto tiempo ha cambiado nuestra manera de percibir el legado del cineasta, ensanchándose el campo de sus aportaciones al conocimiento y la naturaleza de éstas, que han pasado de ser las del ingenioso divertidor de masas que fingía ser a las de uno de los más turbadores, graves y refinados forjadores del espíritu de este tiempo.

LOS ASESINATOS DE HITCHCOCK

Peter Conrad

Traducción de Juan Sebastián Cárdenas

Turner. Fondo de Cultura Económica, 2003

363 páginas. 19,90 euros

Desde el arranque de su exploración de los entresijos de la obra de Hitchcock, abre Conrad el baúl de los disfraces del comediante callejero en el que el gran divertidor escondió su miedo a echar a la gente de los cines si hacía demasiado ostensible que, bajo especie de juego, en ellas abordaba las cuestiones mayores de la existencia, solemnidades que Conrad desgrana en su aplicación a Hitchcock de la blasfemia de Dostoievski de que si Dios ha muerto todo está permitido y, en consecuencia, que matar ha dejado de ser crimen para convertirse en arte. Dice Conrad: "Cuando Nietzsche dijo que Dios había muerto, hablaba metafóricamente. Filmando, Hitchcock hace realidad el acontecimiento".

Y de ahí arranca el itinerario de este libro oscuro y magnífico, movido por la locura de un genial artista que (sin decirlo, casi ocultándolo) exploró, cobijado bajo la maldición de su conciencia de la muerte de Dios, las formas luminosas del arte de asesinar, que son esas que se esconden -y sólo salen de su escondrijo muy de tarde en tarde y en forma de cine- detrás de los ojos, en el territorio sagrado e ilegislable de los sueños, donde Hitchcock, a falta de verdadero Dios

que matar, juega a asesinarlo en sus competidores, los espectadores de sus películas. De ahí la riqueza imaginativa y metafórica que despide la deliciosa serie de enormidades que arranca Conrad de sus idas y venidas en la pasión homicida del trágico humorista británico, cuya cartografía de la muerte violenta, del deicidio abajo, es recorrida por Conrad con rara destreza, sin dejarnos, como hacía su maestro, un lugar para el respiro, atrapándonos en su gracia, en vilo, en suspense.

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