Menú infantil
Si el turista viaja con niños, puede optar por dos caminos tradicionales de comunicación para facilitar la inmersión lingüística de sus hijos. Mantenerlos al margen del habla local y ejercer de traductor (suavizando la rotundidad de algunos insultos y la crueldad de ciertas expresiones y titulares de prensa) o dejar que saboreen las delicias idiomáticas de la tierra española sin intermediarios. La aproximación de los niños a la lengua es muy distinta a la de los adultos. Conceptos que a los mayores nos resultan indispensables (cajero automático, museo, comisaría, periódico, retrete, autopista, bicarbonato, rotonda, preservativo, parador nacional, libro de reclamaciones, alcoholímetro, carajillo) no tienen ningún interés para los menores. Hay quien, con responsable sentido pedagógico, utiliza las comidas para enriquecer el vocabulario, y, con la excusa de aprender el idioma nativo, consigue que sus caprichosos herederos se coman la tortilla, el melón, la ensalada, los macarrones, el arroz y el helado. Jugando jugando, pues, superan uno de los grandes escollos de la vida en familia. Una minoría, que considera que la letra con sangre entra, les castigan poniéndoles vídeos de niños prodigio locales: Joselito y Marisol, garantizados por una eminencia en la materia, José Manuel Parada. O, peor todavía, les encierran en la habitación del hotel o en la tienda del cámping a escuchar la antología de las mejores canciones del grupo Parchís o de Melody y sus gorilescos pasos de baile.
En general, no obstante, son los niños quienes, por iniciativa propia y sin mediar estímulo económico, preguntan y descubren el sentido de la vida veraniega a través de las palabras. Los niños extranjeros no son los únicos en experimentar esta formativa vivencia. A los indígenas también les ocurre. El otro día, al ver una noticia en televisión que hablaba de un espectáculo de tango argentino, mi hijo me preguntó con toda la seriedad del mundo si el tango era una tanga para chicos. No era un chiste, lo juro. El niño está muy afectado por la campaña de las Tanga Girls y por la Tanga Experience en general. En eso ha salido a su padre, así que desistí de entretenerle con una historia del juego de la tanga, nombre del dialecto azuagüeño. Y de soltarle un rollo patatero sobre la dinastía china Tang y tal y tal, o sobre que la voz tango podría proceder del tang africano (que significaría palpar, tocar, acercarse), o del tangere latín (que significa lo mismo). No le conté que, al parecer, existen dos idiomas llamados tangui y tanga. Ni que tangó era el nombre con el que los incansables percusionistas africanos denominaban los parches de sus ruidosos instrumentos. Ni que el nombre de los primeros bailes de los africanos recién llegados al Río de la Plata fue tangó. Prefiero no aburrirle ni machacarle con retórica presuntamente adulta y que, en su inocencia, la criatura siga creyendo que se trata de una escasa prenda de vestir para burdos imitadores del prodigioso tanga femenino.
Ejercicio del día: póngase un tanga, mírese al espejo, intente descubrir su lado tanga y cuente los segundos que tarda en reírse. O en llorar.
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