Amor propio
Si Marilyn Monroe resucitara y se presentara a un casting, lo más probable es que el productor la premiara con una dieta de 1.500 calorías con salvedades, y la mera contemplación de galanes irresistibles como Errol Flynn o Alan Ladd es suficiente para que las niñatas del siglo XXI se partan de risa hasta saltárseles los pendientes de los párpados. Poca gente que no esté ya enterrada habrá podido entender todos esos suicidios por Rodolfo Valentino, o todos esos documentos secretos facilitados a Mata Hari. Katharine Hepburn nos parece maravillosa ahora, pero en su día debió oír tantas veces que parecía una rana montada en una raspa de boquerón que lo más seguro es que acabara creyéndoselo. No estamos hablando de Rubens. Todos esos personajes vivieron hace dos días. ¿Por qué cambian tan rápido los cánones de belleza?
El asunto es aún más llamativo si reparamos en lo que los psicólogos han aprendido últimamente sobre nuestras preferencias sexuales. Los cambios rápidos de canon se podrían entender si los gustos humanos dependieran mucho de las modas pasajeras, de las tendencias de consumo o de los líderes de opinión, pero los datos no se avienen. Nuestras tendencias a la hora de elegir pareja, por ejemplo, no parecen ser una arcilla moldeable a voluntad por el entorno manipulador. Para ser más exactos, no parece haber entorno lo bastante manipulador como para impedir que metamos el cuerno por donde nos viene en gana. Y ese lugar es a menudo un espejo. Sigan leyendo.
Peter Buston y Stephen Emlen, del departamento de Neurobiología de la Universidad de Cornell, han preguntado a 978 estudiantes heterosexuales cuáles son los atributos que más valoran para formar una pareja: estatus respetable o marginal, mucho dinero o no tanto, carácter familiar o rebelde, fidelidad o experimentalismo y, por supuesto, cualquier preferencia relativa al físico. Allí cada estudiante salió por sus intransferibles peteneras. Pero Buston y Emlen tuvieron la precaución de preguntarles también, en un cuestionario separado, cómo se veían a sí mismos. Y entonces sí tomó forma una tendencia general: cada estudiante buscaba para formar pareja los mismos rasgos que se atribuía a sí mismo (Proceedings of the National Academy of Sciences, 22 de julio).
Cada vez está más claro que el amor es casi lo mismo que el amor propio. El año pasado, Lisa DeBruine, de la Universidad McMaster de Ontario, reclutó a un grupo de voluntarios para jugar por Internet a una especie de dilema del prisionero. Cada voluntario podía ver en el ordenador la cara del otro jugador, y sólo con eso tenía que decidir si compartía con él su dinero o intentaba hacerle una pifia. La pifia, en realidad, se la había hecho DeBruine a todos los voluntarios, porque al otro lado del ordenador no había nadie. El supuesto jugador no era más que un programa, y las caras habían sido generadas por métodos informáticos. El resultado fue de sumo interés: la mayoría de los voluntarios había decidido compartir su dinero candorosamente cuando la cara del otro jugador era... ¡la suya propia! Por supuesto, cambiada de sexo y retocada con el ordenador para disimular. Puede que el "encuéntrate a ti mismo" que tanto repiten los seguidores de Tagore no sea una receta para alcanzar la paz espiritual, pero seguramente sí lo es para ligar.
Pero entonces, ¿por qué ya no os gusta Alan Ladd, so niñatas? La solución puede ser la siguiente. En cualquier época habrá habido mujeres perdidas por Alan Ladd: aquellas que se parecen a Alan Ladd, precisamente. Seguro que Katharine Hepburn gustaba ya en los años treinta, pero sólo a los hombres que también se veían como una rana montada en una raspa de boquerón. Salgan a la calle, pregunten por Marilyn Monroe y ya verán que la fiebre de la anorexia no tiene nada de universal. Los cánones cambian tan rápido porque no significan nada. La única verdad está en el espejo.
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