Vida y violencia
Tenía el estómago delicado, no probaba licor, era adicto a las mujeres, a los helados y a los dulces, no durmió nunca en el mismo lugar, no pasó un día de su vida adulta sin la pistola al cinto. Ningún revolucionario célebre del siglo XX habrá matado por mano propia más gente que él. Nacido anónimamente Doroteo Arango, el año de 1878, en el rancho de la Coyotada del estado de Durango, norte de México, nacido para la leyenda como Francisco Villa 17 años después, en la banda de los forajidos Ignacio Parra y Refugio Alvarado, a quienes se unió para no vagar ni matar solo, pues desde su huida al monte, luego de herir en el pie al hacendado que buscaba obligar los favores de su hermana, había matado en distintas peripecias por lo menos a seis hombres.
Fue un relámpago de furia y sangre, imposible de explicar o predecir: una red de hazañas, barbaridades y misterios
En ningún otro gran personaje de la historia de México, la capacidad de violencia personal ha tenido una expresión más alta que en Villa
Al aceptarlo en su banda, Parra y Alvarado le dijeron: "Oiga, güerito, si quiere usted andar con nosotros, es necesario que haga todo lo que nosotros le mandamos. Nosotros sabemos matar y robar. Se lo advertimos para que no se asuste". Años después, en 1914, Villa recordó y razonó el momento, mientras dictaba sus memorias a su secretario, Manuel Bauche Alcalde:
"Las palabras crudas, claras y precisas como un martillazo, no me estremecieron. También los hombres que se titulan pomposamente honrados matan y roban. En nombre de una ley que aplican en beneficio y protección de los pocos y en amenaza y sacrificio de los muchos, las altas autoridades del pueblo roban y matan con la impunidad más grande" .
Villa dedicó sus días de gloria a matar y robar para los muchos en el escenario insuperable, propicio para el efecto como ninguno, de una revolución. Fue un relámpago de furia y sangre, imposible de explicar o predecir: una red de hazañas, barbaridades y misterios.
La noche del 6 de marzo de 1913, con los mil dólares que le había enviado un revolucionario rico para promover la insurrección en Chihuahua, Villa pagó el hotel donde se hospedaba con otros ocho conjurados en Tucson, Arizona. Compró nueve rifles, rentó nueve caballos y cruzó el río Bravo hacia territorio mexicano. Dos meses después, los ocho conjurados de Tucson se habían vuelto 700, con Villa a la cabeza. Un año después tenía 30.000 soldados. Había derrotado en batallas formales al ejército del antiguo régimen y se aprestaba a la guerra civil entre los constitucionalistas, con Carranza y Obregón de un lado, y los convencionistas, con Villa y Zapata del otro.
En la primavera de 1915 Villa era el comandante de 70.000 hombres. Después de las grandes batallas de aquel año, todas adversas para él, volvió en derrota a sus terrenos nativos y a su estilo originario: la correría guerrillera, en la que sobrevivió a todas las persecuciones.
Villa se pacificó por propia decisión a principios de los años veinte, recluyéndose en la hacienda de Canutillo, con un pequeño ejército, a sembrar la tierra, criar ganado y vivir una vida viril de soldado entre soldados, la encarnación más próxima a los contornos de su difusa utopía: una colonia militar igualitaria y autosuficiente. En 1923, al acercarse la siguiente escisión revolucionaria, que dio lugar a la revuelta de Adolfo de la Huerta y la mitad del ejército contra sus paisanos Obregón y Calles, Villa se alzó en el horizonte como un temible aliado potencial de los rebeldes. El 20 de julio de ese año fue sorprendido por primera vez en su vida y acribillado a bordo de su coche en las calles de Parral. El embalsamador cobró una tarifa mayor que de costumbre, pues los cuerpos de Villa y su chófer presentaban, entre los dos, 17 heridas de bala.
Un diputado local de Durango, Jesús Salas Barraza, se confesó autor intelectual del hecho. Fue encarcelado tres meses y dejado libre después. La opinión pública gritó y murmuró con todas sus letras lo que los historiadores demostraron años después: que Salas Barraza había actuado de acuerdo con el entonces presidente Álvaro Obregón, el entonces candidato a la presidencia Plutarco Elías Calles y el entonces secretario de Guerra Joaquín Amaro.
Villa murió como vivió. Su vida toda huele a sangre y pólvora. El historiador vienés Friedrich Katz ha escrito la historia universal del villismo. En su libro están los retratos acabados y contradictorios del bandido y el guerrillero, del valiente y el paranoico, del gran guerrero y el estratega torpe, del genio carismático de la organización militar y el idiota comandante que destruye su ejército lanzándolo una y otra vez sobre las trincheras de Obregón en los llanos del Bajío. (*)
Katz incluye en su aleph villista las partes oscuras del héroe, sus brotes de ira y venganza, las múltiples ignorancias que habrían de llevarlo a la derrota y que gravitaban sobre él como un lastre de plomo en las espaldas de un nadador portentoso. La violencia cruza, explica y dispara la historia de Villa de cabo a rabo. Como el de ningún otro revolucionario, su trayecto deja claro que la guerra no es sino el negocio de matar ("the bussines of killing", según la expresión de Katz). En ningún otro gran personaje de la historia de México la capacidad de violencia personal ha tenido una expresión más alta que en Villa. En ningún caudillo militar de la revolución aparece tan nítido el vínculo entre el arrebato homicida personal y el homicidio colectivo que es la guerra. Ni en Carranza, ni en Zapata, ni en Obregón hay un paso tan directo entre la inclinación a matar por propia mano y la tarea de matar por las manos interpósitas de un ejército. Villa es el matón y el guerrero por excelencia.
Véase el ajuste de cuentas con Claro Reza, antiguo compañero de banda que se había vuelto espía del Gobierno porfiriano y delator de las correrías de Villa, antes de la Revolución: "Villa entró a Chihuahua con paso lento para encontrar a Reza. Se compró un gran cono de helado y lo iba lamiendo y mordiendo cuando Reza salió de su cantina preferida, Las Quince Leguas, para enfrentarlo. Villa disparó sobre su antiguo compinche, lo mató y luego, con el mismo paso lento, salió en su caballo del pueblo sin que nadie se atreviera a perseguirlo".
En 1915, al llegar a la ciudad de Camargo, recobrada de manos carrancistas, Villa encaró las quejas y los insultos de una mujer cuyo marido, pagador de la guarnición carrancista de la plaza, había sido fusilado. La mujer le gritó: "Asesino. ¿Por qué no me matas a mí también". Villa sacó la pistola y la mató. Ordenó después que fusilaran a las otras noventa soldaderas, mujeres de soldados carrancistas, que habían quedado presas después de la batalla. Al dejar la plaza de Camargo, el secretario de Villa vio los cuerpos de las soldaderas apilados uno sobre otro. Un niño de dos años reía y jugaba, sentado en el cuerpo de su madre muerta, con las manos llenas de su sangre.
La violencia y el crimen tienen su propio nido de prestigio dentro de la memoria histórica. Sólo esa fascinación instintiva por la sangre vertida, dice Freud, puede explicar que la mayoría de los héroes consagrados por la historia universal sean guerreros, de modo que lo que se enseña a los niños en las escuelas como actos fundadores o memorables de la especie humana son, por su mayor parte, matanzas y genocidios. Algo de eso hay en la posteridad popular y legendaria de Villa: la conversión de su violencia en una especie de fiesta de humor salvaje, venganza plebeya o justicia popular que se justifica por sí misma. La leyenda del Villa guerrillero que encarna la ira justa del pueblo no alcanza a disculpar al matón puro y duro, extraño héroe popular al que nadie quisiera encontrarse en la calle.
El placer de ver a un historiador ejerciendo plenamente su oficio sin escamotear los pasajes terribles de su personaje no es el menor mérito del libro de Katz sobre Villa. Katz ha conducido sus materiales al límite de la cárcel hermenéutica que es toda historia profesional. A fuerza de dejar entrar los hechos, de rehacerlos casi siempre desde la perspectiva de testigos y testimonios de la época, ha devuelto a la historia del villismo todas sus contradicciones y sus impurezas. Toda su grandeza también, con sus sangrantes pliegues oscuros y sus relámpagos perdurables.
(*) Friedrich Katz. The Life and Times of Pancho Villa. Stanford, California, Stanford University Press, 1998. Versión en castellano: Pancho Villa, México, Era, 2 vols., 1998. (Traducción: Paloma Villegas).
Las batallas del "amigo de los pobres"
Doroteo Arango, más conocido como Pancho Villa, nació en San Juan del Río, Durango, en 1878. Fue uno de los principales y más discutidos caudillos de la revolución mexicana. Su nombre se hizo tan famoso que todos los robos de trenes, asaltos y ejecuciones en el norte de México eran atribuidos a Villa. Era conocido en todas partes como "el amigo de los pobres".
Se alzó en armas al entrar Francisco I. Madero en campaña en 1910. En mayo de 1911, Madero logró acabar con la dictadura de Porfirio Díaz y Villa se convirtió en capitán del ejército maderista. Más tarde fue nombrado general honorario de los nuevos rurales. Condenado a ser fusilado por insubordinación, fue indultado y encarcelado por el presidente Madero.
En abril de 1913, Villa sale de El Paso, Tejas, para conquistar México. Junto con Zapata, Villa apoyó a Carranza y se opone a la dictadura de Victoriano Huerta. La campaña de Villa contra el régimen de Huerta terminó con la caída de Zacatecas el 24 de junio de 1914. En octubre de 1915, Estados Unidos reconoce al nuevo Gobierno de Carranza. En enero de 1916, Pancho Villa atacó a los gringos para romper la alianza entre Carranza y el Gobierno de Estados Unidos. La contraofensiva carrancista no se hizo esperar, Villa es obligado a retirarse hacia el norte. Reducido a la condición de guerrillero, depuso las armas en la convención de Salinas, en julio de 1920, y se retiró a Durango. Fue asesinado mientras viajaba a Parral, en Chihuahua, el 20 de julio de 1923, en una emboscada al cruzar el puente Guanajuato. Fue asesinado no por los federales ni por Carranza, sino por un mercenario de Adolfo de la Huerta, el nuevo presidente de México. Su tumba fue profanada en 1926 y robado su cráneo, que no ha vuelto a aparecer.
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