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LA EXTRAÑA PAREJA.
Columna
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Neurosis obsesiva

Juan José Millás

Volví a Madrid volando desde mi lugar de descanso porque se me metió en la cabeza que me había dejado las luces del salón encendidas. Un cortocircuito, con las temperaturas reinantes, podría resultar fatal para mi interés inmobiliario, pues sólo tengo uno, aunque ya sé que lo normal es tener "intereses inmobiliarios" en plural y contratar a los abogados por docenas. Por cierto, que la frase "voy a poner el asunto en manos de mis abogados" debería estar prohibida, porque es como decir que vas a poner la neurosis en manos de tus psicoanalistas o que vas a salir a cenar con tus esposas.

Tomé un taxi en el aeropuerto y al advertir que el compañero conductor no pensaba encender el aire acondicionado, caí en una profunda lucha interior, ya que, aunque odio el frío artificial, no puedo vivir sin él. El compañero conductor, en cambio, lo odiaba y vivía sin él porque se ve que era una persona consecuente con sus ideas. En cierto modo, era de los míos, de los que defienden que hay que predicar con ejemplo en vez de dar el coñazo con las prédicas. No podía pelearme con uno de los míos, al contrario, debería felicitarle. Una vez escuché por la radio a un señor consecuente (un cura, si no recuerdo mal) que en la puerta de su casa había colocado un cartel con la siguiente leyenda: "Vive como piensas o acabarás pensando como vives".

Alguien que no dimite de sus principios a 50 grados de temperatura, me dije, es un imbécil

No era mi caso: yo vivo con aire acondicionado, sí, pero me maldigo por ello, del mismo modo que me maldigo por el régimen de verduras. Hay sujetos que comen acelgas cuatro días seguidos y se vuelven vegetarianos porque tienen, como los curas, esa facilidad innata para acabar pensando como viven. Pero yo cojo una depresión cada vez que me llevo a la boca una verdura: no consigo cambiar de pensamiento gastronómico aunque cambie de hábitos alimenticios. De hecho, pese a saber que los fritos son malos, desayuno huevos con beicon, y mientras mojo el pan no dejo de preguntarme cómo creemos todavía que las ideas van a cambiar el mundo cuando no son capaces de cambiar el colesterol.

Por lo general tengo ideas, en plural, pero en aquel momento me habían desaparecido todas menos una: que el compañero conductor cerrara las ventanillas y pusiera en marcha el climatizador. Finalmente resolví la ambivalencia entre mi hostilidad al aire y mi dependencia de él odiando al taxista. Alguien que no dimite de sus principios a 50 grados de temperatura, me dije, es un imbécil. A mí me gusta ser consecuente, no digo que no, y a temperaturas normales lo soy, pero cuando vi que en el interior del automóvil flotaban nubecillas de sudor procedentes de mi cuerpo y del suyo, y que, cuando esas nubecillas de polaridades antagónicas se acercaban producían un relámpago minúsculo, y que tras el relámpago caía sobre el interior del coche una lluvia menuda de sudor caliente, comprendí que estaba delirando, que es uno de los primeros efectos de la deshidratación, y le dije saltando por encima de mis principios:

-¿Le importaría poner el aire acondicionado?

-Eso me lo tendría que haber dicho usted antes de bajar la bandera, porque yo trabajo sin aire acondicionado -dijo. Las palabras salían de su boca incendiadas y había que leerlas en fracciones de segundo, antes de que se convirtieran en pavesas.

Entonces, como viera que mis brazos se habían empezado a gratinar, adquiriendo la textura del beicon cuando se dora en la sartén, pedí al compañero conductor que detuviera el coche en cualquier sitio y me encontré de súbito en medio de una calle irreal y desierta. Miento: vi a una chica con la falda muy corta esperando el autobús bajo una marquesina cuyo techo, al actuar como una lupa, multiplicaba el efecto invernadero. Cuando me acerqué a ella para decirle que se pusiera a salvo, porque era evidente que jamás pasaría por esa calle irreal un autobús real, la chica se incendió delante de mis ojos y se consumió en menos de lo que arde un fósforo. No digo que no fuera una alucinación.

Llegué a casa como Dios me dio a entender, porque, pese a ser ateo, vivo como si Dios existiera, y comprobé con alivio y con pena que las luces del salón estaban apagadas. Con alivio, por el cortocircuito, y con pena, porque había sido víctima una vez más de mi neurosis obsesiva, que he decidido poner en manos de mis psicoanalistas, porque con uno solo, igual que un solo interés inmobiliario o un solo abogado, no llegas a ninguna parte.

Sudor caliente.
Sudor caliente.GARCÍA CORDERO

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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