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Reportaje:ESCENARIOS URBANOS

La casa encendida

Para buen número de los lectores de la poesía española contemporánea, Elca es un territorio mítico, como lo puede ser Macondo para los amantes de la novela. Elca es el nombre de una preciosa casa de campo que se encuentra en el término municipal de Oliva y donde Francisco Brines abrió los ojos por primera vez al misterio del mundo. Allí han transcurrido todos sus veranos, y allí transcurren ahora sus días entre largos paseos y morosas lecturas, tal y como el poeta intuyó en su primer libro, Las brasas, hace exactamente cuarenta y seis años.

La casa, de fachada sobria y blanqueada por la cal, se alza sobre el vasto valle. Las palmeras acompañan al visitante hasta la misma puerta, desde donde se atisba, muy al fondo, la plata derretida del Mar Nuestro y, más a la derecha, el bondadoso torso de un gigantesco gorila: el Montgó, mientras desde los cuatro puntos cardinales nos embriaga en blanca miel el aroma invicto del azahar. "Ama la tierra el hombre / con gran fuerza, / por una ciega ley del corazón. / Todos los hombres saben / que un día han de llorar / de amor por ella. / La ley del corazón es la ley mía", ha dejado escrito Brines al comienzo de su segundo libro, Palabras a la oscuridad, y en esos versos se encierra su destino de hombre y de poeta, porque todo su empeño como ser humano ha sido ese amor a la tierra que le vio nacer, que es amor a la vida, y al cuerpo, y al milagro de los otros cuerpos que nos regalan placer y compañía; y toda su escritura no es otra cosa sino una larga despedida emocionada que ha dado pie a una de las obras más personales, intensas y lúcidas de la poesía española de todos los tiempos.

"Elca es una preciosa casa de campo donde Brines abrió los ojos por primera vez"
"Detente, peregrino, a su cobijo, come la fruta fresca y huele la sal de los veranos"

El jazmín en su vuelo de olor, en su aceite de vida; los cantos de los pájaros, que son siempre un himno desolado; la silueta adusta y franciscana del olivo; el firmamento, su apretado panal de limpios astros mudos; una palmera que vomita palomas, borracha de verano y mediodía; los naranjos que bajan por los montes camino del mar, porque todo va al mar, que es el morir. El paisaje mediterráneo, el mismo que miraron Azorín y Gil-Albert, aparece trascendido en la poesía de Brines, hay en él una pregunta trascendente que se nos plantea en el desnudo esqueleto de su enigma bajo ese sol que es caricia paterna en la mejilla encendida de la adolescencia y habrá de ser piadosa lavandera de nuestros pobres huesos. Como en Antonio Machado, los árboles, la hora reverente e íntima de la siesta, el reventar orgulloso de la rosa suceden en el territorio fértil del alma y responden a sus diferentes estados. Pero en esa palabra tan suya que se detiene sobre la adelfa o que escucha a la cigarra abrasándose en su canto, se encuentra también la maga delicadeza de un Juan Ramón, que ha sido para él, desde siempre, gozo y cabal enseñanza, y el apego telúrico de Neruda, en el que suena sordamente el metal al rojo de la primera aurora.

Cree Francisco Brines que su obra es una extensa elegía, porque lamenta la progresiva perdida del mundo amado, de este mundo que pudo ser una bella verdad y que se resuelve en humo, en desposesión y en desmemoria, pero lo que sus lectores escuchamos cada vez que abrimos uno de sus libros es un canto de amor que nace en la raíz robusta y subterránea de los pinos y crece hacia esa altura de los cielos limpios en su querencia de luz y eternidad, entonando, eso sí, una serena queja apasionada, porque toda elegía es fe de buen querer y no hay querer que no merezca nuestras lágrimas.

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La casa, ahora, está encendida, de par en par abierta al día nuestro por el empeño generoso de su palabra. Detente, peregrino, a su cobijo, come la fruta fresca y huele la sal de los veranos, toma a manos llenas lo que allí se te ofrece, la salvación del mundo tuyo en la belleza. Un pájaro ha cantado allá en su rama, y el aire, agradecido, propaga ese derroche de alegría.

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