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Columna
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Desolación

Una solución radical, definitiva, para terminar con los muchos y variados problemas que confluyen en el centro de Madrid, es suprimir el centro de Madrid, hurtarlo, ponerlo fuera de circulación durante un tiempo suficiente para que sus comercios, no demasiado boyantes, se hundan definitivamente y sus habitantes, siempre quejosos e incordiantes, contemplen seriamente la posibilidad de mudarse a latitudes menos conflictivas. Por ejemplo, los vecinos de la calle de la Montera y de sus aledaños, que tanto protestaban por el incremento de la prostitución en una zona históricamente proclive a tal actividad, verán satisfechas sus reivindicaciones mucho más allá de sus deseos: las excavadoras, las zanjas, las trincheras y las barreras tectónicas y arquitectónicas ahuyentarán sin duda a las peripatéticas, pero también a los viandantes, turistas y paseantes, automovilistas y peatones; el bronco y ensordecedor rugido de las máquinas sustituirá al estrépito del tráfico rodado y no habrá meretriz que comprometa sus tacones en tan precarios e inestables pavimentos.

Cuando Alberto Ruiz-Gallardón, dúplice y coyuntural señor de los destinos municipales y autonómicos, proclamó su interés por solucionar los problemas del centro de Madrid, pocos confiaban en que se lo fuera a tomar tan en serio. A Alberto, que viene de controlar y gestionar más amplios horizontes, inmensos solares comunitarios donde se sació la sed devastadora de los constructores de imperios inmobiliarios, la ciudad se le queda pequeña, en la superficie queda poco por hacer, falta suelo para grandes iniciativas inmobiliarias, pero en el subsuelo, pese a las grandes operaciones y tunelizaciones de su predecesor, aún queda espacio para la aventura espeleológica, catacúmbica y faraónica.

La calle de la Montera fue durante largo tiempo la arteria más comercial de la urbe, un conglomerado de pequeños comercios, cafés y librerías, camiserías, sombrererías y tiendas de abanicos y peinetas. En su parte alta, junto a la Red de San Luis y en sus lóbregas bocacalles de Caballero de Gracia y Jardines, se instalaron y medraron durante siglos burdeles y garitos, afamadas casas de mala fama, casas del crimen y fondas de perdición. Así era ya en el siglo XVI, cuando el diplomático y seductor modenés Jacobo de Gratis salía a buscar sus presas femeninas, embozado y armado, buscando la complicidad de las sombras. A don Jacobo le trajo suerte su apellido, la naturaleza y la fortuna le prohijaron y obsequiaron con sus dádivas que el dilapidó como un hijo pródigo y vivalavirgen. No le faltó al gran pecador su instante de contricción que le llegó cuando sus fuerzas empezaban a menguar. En plena expedición conquistadora con nocturnidad, alevosía y desprecio de sexo, escuchó la voz de Dios y a partir de esa revelación se pasó con armas y bagajes al campo contrario y prodigó sus caridades y obras pías contribuyendo a la salvación de muchas mujeres a las que había perdido previamente con una fundación para arrepentidas. Don Jacobo de Gratis pasó a la historia, al callejero y a la zarzuela con el alias de "Caballero de Gracia". La calle de su nombre y su paralela de Jardines, que tomó el suyo por los vergeles que rodeaban su lujosa residencia, siguieron manifestando una querencia por el antiguo y maltratado oficio, que se mantuvo, frente a prohibiciones, redadas y clausuras, en los pacatos años del franquismo, con dictaduras, monarquías o repúblicas, siempre patio de Monipodio, gran bazar y lupanar famoso.

El otro comercio de la calle de la Montera fue languideciendo ante la competencia y la proximidad de los grandes almacenes, frente a la voracidad de la piqueta especulativa o la más literal de las llamas que devoraron en una noche trágica el inmueble de Saldos Arias. Cuatro años de interdicción sellarán la condena a muerte de este barrio viejo y carcamal, cogollo de un Madrid desolado y deshojado. La calle de la Montera, pasaje multitudinario entre la Puerta del Sol y las alturas de la Gran Vía, no volverá a ser como era, pero, cuando se cierre el ignominioso paréntesis que ahora se abre, volverán a sus aceras nocturnas las sufridas hetairas y sus sórdidos clientes: no es la primera vez que las destierran y siempre volvieron a estos lares, como imantadas, sometidas a las insondables leyes de la geomancia y del feng-shui, arte oriental que sirve para poner las cosas en su sitio.

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