El estado del Estado
Tras la muerte del general Franco, el impulso de unos, el temor de otros y la voluntad de concordia de los más, desencadenó un proceso de cambio culminado, bajo el signo del consenso, con la promulgación de la Constitución de 1978, que instauró la democracia bajo la forma de una monarquía parlamentaria estructurada como Estado autonómico. La UCD, grupo político que protagonizó la transición, acometió simultáneamente algunas reformas de hondo calado y fuerte repercusión social: la secularización del Derecho de familia -matrimonio civil y divorcio- y la reforma fiscal. Esto ya fue demasiado para la capacidad de encaje del sector más conservador de la derecha española, que promovió la voladura desde dentro de esta formación política, hasta lograr su liquidación por derribo. Tamaña decisión facilitó el terreno para el acceso al poder de la izquierda, que arrasó en las elecciones de 1982 y mantuvo su hegemonía durante casi 14 años. El balance de los gobiernos de Felipe González, pese a los casos de corrupción de sus últimos tiempos, fue positivo. La integración en Europa, la universalización de ciertos servicios sociales y el cambio de piel en muchas zonas del país se llevaron a cabo con solvencia y con el respaldo de una política económica moderada.
El poder legislativo es una simple correa de transmisión del ejecutivo, y el poder judicial vive una etapa de desprestigio
Pero esta larga pasada por la izquierda llegó a ser difícil de soportar por parte de la derecha tradicional española, acostumbrada al control y usufructo del país a través de la tradicional estructura de un Estado unitario y centralista que depositaba en sus manos el manejo de todos los resortes del poder. De ahí que al perder, en contra de lo esperado, las elecciones de 1993, esta derecha iniciase un proceso de acoso y derribo del Gobierno socialista -"Váyase señor González"-, que utilizó como arietes la corrupción y la guerra sucia contra ETA. Esta durísima labor de zapa dio fruto y, en 1996, el Partido Popular obtuvo una ajustada victoria que le obligó a pactar con los nacionalistas.
Los siguientes cuatro años fueron los mejores del Gobierno popular. Rato siguió la política económica iniciada en su día por Solbes, se gestionaron con tino diversas políticas, y el tono de la acción de gobierno fue en general moderado. Lo peor estaba por venir y llegó con la mayoría absoluta alcanzada en las elecciones de 2000. Al quedar libre de manos, la derecha española -conducida por su líder- ha vuelto a donde solía y ha desplazado el centro del debate político a la preservación de la integridad territorial de España, que entiende amenazada por unos nacionalismos a los que atribuye diversos grados de pasividad, simpatía y complicidad con el terrorismo de ETA. La defensa de esta unidad en peligro se articula sobre un doble dogma: 1. La proclamación de la intangibilidad de la Constitución. 2. La idéntica naturaleza de todos los terrorismos, como emanación de un único mal metafísico, con la finalidad de subsumir la lucha contra ETA dentro de la cruzada antiterrorista global desencadenada por Estados Unidos. Ahora bien, esta tremendista reacción no puede hacernos olvidar lo que se esconde detrás de tanta tramoya: la lucha por la hegemonía peninsular. Porque, más allá de las retóricas apelaciones a la sagrada unidad de la patria, lo que subyace es la resistencia al proceso irreversible de redistribución del poder político que ha desencadenado el Estado autonómico, concebido bajo la fórmula de café para todos.
El resultado está a la vista. Asistimos a una nueva totalitarización del poder. En efecto, resulta evidente que el poder legislativo se ha convertido en una simple correa de transmisión del ejecutivo, así como que el poder judicial está viviendo una etapa negra de desprestigio; y, además, es también obvio que el poder político así concentrado origina la correlativa concentración del poder económico y financiero. De lo que resulta que Madrid, designando con esta palabra al complejo político-financiero-funcionarial-mediático que controla la Península, excepto Portugal, ha alcanzado un nivel de dominio muy superior al de cualquier etapa anterior. Insisto, no es un tema de banderas. Detrás de esta España que emerge no está el Ejército. Se trata de una nueva España en la que los Aznar, Rato, Pizarro, Cortina, Alierta, González y tutti quanti utilizan el nacionalismo español como un instrumento para preservar el control social, político y económico del espacio hispánico en manos de un grupo en el que se reencarnan aquellos a los que Mingote se refirió, en un chiste inolvidable, como los de siempre.
Todo ello comporta que el Estado español, entendido en su más hondo sentido de sistema jurídico que a todos nos hace libres y a todos nos iguala, haya entrado en una crisis de proporciones desconocidas, gracias a su deliberada erosión por el poder ejecutivo, que lo instrumentaliza a su servicio y lo sume en el descrédito. Así las cosas, quejarse no vale de nada. Lo que hay que hacer, desde Cataluña, es buscar algún resquicio para la defensa, que siempre existe. Y, efectivamente, lo hay. En el orden interno, es ya cuestión de ser o no ser el pacto nacional que reivindique, más allá de la reforma estatutaria, el control de los propios recursos -"la clau de la caixa"-, aunque sea por la vía indirecta de la asunción plena de la gestión tributaria. Y, en España, es inevitable un nuevo pacto con la izquierda -un pacto de San Sebastián entre los dos viejos regeneracionismos-, siempre que el PSOE supere su absurdo seguidismo respecto al PP y recupere su auténtica vocación reformista.
Juan-José López Burniol es notario.
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