La partida
Durante unos años he jugado al póquer con Fernando Tola mientras se iba muriendo. Los domingos se incorporaba a la partida y de un tiempo a esta parte uno daba por supuesto que alguna de sus muecas de dolor era ya otra carta tapada de la baraja. Todos sabíamos que en la mesa la muerte era un jugador más y aunque no lo veíamos, algunas veces se asomaba en el rostro de nuestro amigo y también envidaba. Juntos le hacíamos frente, pero al final ha logrado ganar su baza y le ha levantado a Tola el resto definitivo. Después de darse un primer garbeo alrededor de su próstata, la muerte le había dejado una tarjeta de visita debajo de la almohada; al parecer, Tola no estaba en su apartamento aquella noche, sino cenando en Casa Lucio donde echaría a perder una vez más su talento sin dejar hablar a nadie. Sus dos gatos fueron los únicos en husmear el rastro de la Dama en aquella habitación de terciopelos cuyo fondo de armario guardaba cientos de camisas, trajes, corbatas, zapatos y jerseys, que abrigaban un corazón solitario. Cuando Tola supo que un pequeño alacrán se había apoderado de esa parte del cuerpo donde las vías urinarias se cruzan con los caminos del amor, su sarcasmo llegó a celebrar el cáncer como una fiesta pensando que era un rédito que le debía a todo lo que había amado en este mundo. Así entró primero en esa fase del héroe. Nunca he conocido a nadie que llevara con más naturalidad su destino aciago. Era ese tipo de gente que siempre está igual , en el éxito y en el fracaso, sólo o acompañado, siendo gordo o seductor. A veces la frivolidad bien llevada te exige cambiar el universo por una frase. Alrededor de los veladores de café, en las tertulias y sobremesas Fernando Tola desangró su ingenio en busca de lo que más quería, novias para presumir de impotente, un porche y muchos relojes. No escribiré aquí su necrológica que ya nos la había leído muchas veces los amigos a carcajadas en los días de esplendor que ya pasaron. Esta es la pequeña historia de una partida de póquer que cada domingo jugábamos en casa de Tola con la muerte. A media tarde nos habría la puerta con dos pistolas en la mano jugando a suicidarse. Montábamos el tapete verde y él se incorporaba a la mesa. Durante dos años lo he visto caer lentamente desde la broma macabra hasta un silencio casi epicúreo con que parecía degustar la proximidad del fin como uno de esos platos de glotón que cocinaba. Una tarde Tola dejó ya de jugar. Durante un tiempo sólo miraba. Por fin la Dama se sacó el as de la manga y acabó la partida.
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