Hormigas y dioses
Dios ha sido la pasión más perdurable del hombre. No me refiero a uno u otro dios, sino a la noción misma de divinidad, es decir, el espejo en el que se han reflejado mil imágenes y por el que se han deslizado mil ideas, todas productos del temor y de la esperanza con que este mismo temor ha sido afrontado. Dios -el espejo mágico- está agazapado tras todas nuestras concepciones decisivas, terribles o grandiosas, a veces como máscara de la muerte o del tiempo, a veces como eco de una alegría o un dolor infinitamente repetido a través de las generaciones. Todos los cuerpos, todas las auras las hemos revestido con la envoltura de un dios, e incluso el vacío y la nada han tenido nombres divinos, sin olvidar la generosa irrupción de dioses en cada peldaño de lo que hemos concebido como escalera de la vida.
Los dioses exclusivos son siempre la consecuencia de religiones excluyentes
No podemos prescindir de los dioses. Y, curiosamente, cuando hemos intentado reducirlos a olvido, los hemos convocado. Al rendir culto a la razón siempre acaba por colarse un dios en el escenario. La liturgia de la Diosa Razón en el París de la Revolución tuvo los más acentuados rasgos del teísmo que se estaba denunciando, y algo parecido sucedió en el seno de los comunismos del siglo XX. El único Museo del Ateísmo del que he tenido noticia, con su sede en Tirana, la capital de la Albania totalitaria, se asemejaba mucho a algunos museos diocesanos con los que uno puede tropezarse en una perdida ciudad de provincias. Tampoco la ciencia ha podido eludir la sombra de un dios, juegue o no éste a los dados: hace años me llamó mucho la atención que una de las investigaciones más sofisticadas -y de consecuencias más catastróficas- de la ciencia del pasado siglo, la que condujo a la fabricación de la bomba atómica, utilizara en tantas ocasiones un lenguaje abiertamente teísta, de modo que Enrico Fermi aludía al gran dios K en su laboratorio de Chicago y Robert Oppenheimer, dolorosamente deslumbrado por su propio invento, se refugiara en la estela de los dioses hindúes.
Dios forma parte de nuestra existencia o del mito con el que la afrontamos y justificamos. Es más: aunque sea fruto de la imaginación, el delirio o la cultura, sus contornos marcan nuestra geografía espiritual, con mayor poder que ninguna otra criatura del lenguaje. Dios es quien mejor informa sobre el hombre: el dios que elegimos nos informa sobre cómo somos con la precisión del ojo aplicado a la lente del microscopio. Un dios complejo, plural y contradictorio acostumbra a ser el privilegio de las sociedades más libres, en tanto que un dios simplón y esquemático encaja bien con las más pobres en libertad.
De ahí que el horizonte de nuestra época sea tan inquietante cuando contemplamos el choque de teologías miserables. En los últimos años hemos asistido a muchos discursos y proclamas en el nombre de Dios, invariablemente un dios de escaso grosor espiritual, misérrimo en matices y, en consecuencia, furiosamente partidario de la venganza y de la guerra. Ha habido una siniestra simetría entre el iracundo dios del fundamentalismo islámico y el estúpidamente infantil dios de los gobernantes norteamericanos. Atrapados en esta simetría funesta, podemos dar lo peor de nosotros mismos.
Naturalmente estos dioses de pésima catadura son la herencia de los demás dioses del fanatismo y de las religiones que los han cultivado y propagado. Los dioses exclusivos son siempre la consecuencia de religiones excluyentes (disfrazados éstos, a menudo, de ideología, política, económica e incluso ciencia). Es fácil saber cuál es la característica común a estas últimas: la exigencia del monopolio de la verdad que reduce a los no creyentes a la condición de mentirosos o de desterrados. Todas las religiones, por su misma dinámica interna, rozan la tentación de ese monopolio, si bien algunas, inusualmente sobrias o suficientemente templadas, han desarrollado antídotos contra esta tentación.
Dios es demasiado importante para dejarlo en manos de los creyentes. En un sentido paralelo las religiones son demasiado sintomáticas de la representación que el hombre ha hecho de sí mismo para que sean tuteladas por los profesionales de la religión.
No podemos erradicar a dios de nuestras escuelas, pues, de hacerlo así, tacharíamos una parte sustancial del argumento que sirve para aclarar algo, muy poco, nuestro relato. Sin nuestras maravillosas historias acerca de dios, la oscuridad aún sería mayor. Pero si queremos que nuestras escuelas infundan algo cercano a la libertad, y no al fanatismo o al dogmatismo, no abandonaremos este asunto trascendental (al menos en su trascendencia terrestre) a la verdad de una iglesia. Siempre sería preferible la múltiple verdad de la cultura que nos proporciona la poesía, el arte, la filosofía o la ciencia.
En realidad, contra lo que tanto se ha afirmado estos días, la auténtica materia de estudio no debería ser tanto la religión como dios. Y la asignatura Dios (la historia de dios, los disfraces de dios, los nombres de dios, los camuflajes de dios) abarcaría, desde luego, la historia de las religiones y de los mitos, pero, en igual medida, sería la constatación de que esta palabra poderosa y misteriosa, tan llena de fervor y de sangre, ha sido un testimonio privilegiado de las luchas humanas para arrojar algo de luz en el foso.
Un vínculo, por lo demás, excitante. El rey Lear creía que el pasatiempo habitual de los dioses era aplastar a los hombres como el niño travieso aplasta las hormigas. Quizá sea cierto, pero también lo es que, desde tiempo inmemorial, los dioses son nuestro juguete preferido.
Rafael Argullol es escritor y filósofo
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