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Columna
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Incompatibles

Juan nació en la calle de Maldonado y estudió parte del bachillerato en el instituto Ramiro de Maeztu. De ahí le echaron por subirse a la estatua de Franco que había en el patio. No obró con intención subversiva, pero las consecuencias le aleccionaron. Terminó preuniversitario, se matriculó en Políticas y militó en grupos de izquierda. Le pegaron en las manifestaciones, pero no lo detuvieron. Cuando falleció el dictador, se retiró de la actividad pública. Quería culminar el empeño para el que llevaba tantos años documentándose en la Hemeroteca Municipal de la plaza de la Villa. Lo resumió en quinientos folios y lo tituló La sodomización en adviento. Era una obra maestra, pero no encontró editor.

Rosa nació enfrente del Retiro, jugó en la montaña de los gatos y estudió en las teresianas de la calle de Goya. Deslenguada y gamberra, la poderosa fortuna de su padre evitó su expulsión anticipada del colegio. Se inscribió en una academia de inglés, donde aprendió la danza del vientre. Viajera infatigable, recorrió los cinco continentes y asumió el rito maronita. Al morir el Caudillo se instaló en un dúplex del barrio de los Austrias. Los vecinos la denunciaron varias veces por escandalosa. Una amiga le facilitó el tratado antropológico de Juan, que circulaba como una pesadilla por las editoriales. Le bastó leer los tres primeros folios para considerar a Juan el hombre de su vida. Balenciaga la vistió de novia en la basílica de San Miguel.

Fueron dos años de matrimonio extenuante en un chalet de El Viso que se convirtió en posada de todos los desheredados de España, preferentemente drogadictos y borrachos. En vez de constituir una familia tradicional, Juan y Rosa se habían propuesto fundir sus respectivas divergencias en una síntesis abierta a cualquier modalidad artística -como la música de ocarina, por ejemplo-. Contaban para ello con la impulsividad de Rosa y el método de Juan. Pero al afrontar ese proyecto de vida en común -continuamente interrumpido por unos huéspedes gorrones- se notaron incómodos. Tras su encierro en los archivos madrileños, Juan sufría tendencias centrífugas de las que Rosa se había desengañado, porque después de dar la vuelta al mundo le atraía el aroma del hogar.

Se separaron. Rosa quedó tan desconcertada que se entregó alternativamente a un psicólogo de Bariloche y a las monjas de su infancia. Su padre acudió a socorrerla de nuevo y canalizó su trastorno en energía positiva. Entre sus negocios secundarios había una empresa de plásticos en la que Rosa figuró de ejecutiva, con un horario tan estricto y una actividad tan absorbente que pudo seguir por correspondencia cinco cursos de Historia Moderna en la Universidad a Distancia, coronados por un proyecto ambicioso de tesis: vestigios de sexualidad antinatural en los códices sagrados y profanos de las civilizaciones desaparecidas, con la postura del galápago como eje de la investigación.

Tras divorciarse, Juan había derivado al desorden afectivo y la relajación ideológica. De ello obtuvo una dirección general con los socialistas, una novia muy desenvuelta y una cátedra en la universidad donde Rosa era alumna. Punzaba todavía la espina de su rechazo literario. Pero la vida le trataba bien, y un escepticismo burlón le inducía a posponer a la vejez la recepción de galardones. Como un gaje de su oficio se avino a la petición de Rosa de dirigir su tesis. Eso implicaba reunirse con ella tras seis años de no verse. Aquella mujer liberada de la opresión del sujetador y aquel universitario comprometido en el asalto al Palacio de Invierno se citaron en una cafetería de la calle de San Bernardo, la antigua Cubanacán -ya con otro nombre.

La primera impresión confirmó el acierto de su ruptura. Juan se arrepintió de haberla amado, pero no se le ocurrió que ella pudiera sentir lo mismo. Ciego a su propio deterioro, atribuyó la esquivez de Rosa a un feminismo obsoleto. Rosa le presentó un esquema de su futura tesis: había puesto su firma a los tres primeros folios de la obra de Juan que en su momento la arrebataron. Así, aspiraba a ser valorada por su coherencia, ya que se mantenía fiel a sus antiguos gustos. Juan reconoció su voz en aquel texto, pero no lo consideró un plagio, sino un homenaje. Y en muestra de objetividad le prometió la máxima nota, mientras Rosa juraba que no pretendía aprovecharse de él.

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