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Columna
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¿Qué vacaciones?

Nada. Las vacaciones, tal vez, consistan en eso: no saber nada, no hacer nada, no dejarse conmover por nada, no interesarse por nada. ¿Aislarse? Qué va. Fundirse con la nada hoy es abrazar la paz, la tranquilidad, el descanso y, en ese contexto, reposar junto a otros miles que desean lo mismo: nada. La nada es, justamente, el no deseo. ¿Budismo? ¿Quién piensa en eso en este mundo occidental atiborrado de ruidos, ofertas, oportunidades, estímulos, obligaciones, velocidad, idas y venidas, sin otro motivo que el seguir pedaleando para no caerse? La nada, ahora mismo -aunque viejos filósofos se revolverán en sus tumbas-, es la materialización de lo que no existe: un lugar vacío en el que todo esté por hacer y el tiempo sea infinito. Un imposible.

Nada más lejos, pues, de ese frenesí estresante en que se han convertido las vacaciones: colas, atascos, calor, precios altísimos, amontonamiento humano, ruidos impíos, caos, aborregamiento, papanatismo, consumo obligatorio y constante de sucedáneos elaborados con sucedáneos de sucedáneos, ocio empaquetado y triturado: hecho añicos. Playas basura, carreteras atasco, uniforme de turista con protector solar en el bolso y helado en la mano: tiempo de ocio mal diseñado, obligatorio, absurdo. Todos a una, en esa oración veraniega: la nueva comunión de los santos se llama vacaciones. El emporio, la Meca vacacional, es un lugar donde todo está decidido de antemano, desde lo que comeremos hasta el tiempo que pasaremos yendo de un lado a otro. Todo es una cadena. Todo nos encadena. Todo está lleno, repleto de obligaciones vacacionales ineludibles. Una lleva a otra. Por ejemplo, el ir que aquí para allá: vacaciones en el coche refugio.

Esa barbaridad del incesante trasiego veraniego sólo se explica por la incomodidad de los contemporáneos doquiera que se encuentren. El inhóspito apartamento los expulsa hacia la playa, la cual, a su vez, en su atiborramiento malsano, los expide hacia el vulgar chiringuito donde una ensalada y una cerveza cuestan una fortuna y el plástico de la silla se clava en los muslos desnudos y calientes. Esa incomodidad lleva al prototipo de turista a salir huyendo hacia otra playa, otro chiringuito y así sucesivamente hasta llegar muy tarde al apartamento para volver a empezar el recorrido al día siguiente.

A ese trasiego sin sustancia, a ese acomodamiento al ritmo del rebaño, a esas colas inacabables en las carreteras, en los supermercados o en los lugares de visita obligada no podemos llamarlo vacaciones. Hay quien sostiene que el secreto del movimiento incesante de las masas, de un lado para otro sin rumbo fijo, o de la manía contemporánea de fabricación de colas sin fin es una autodefensa social y un signo inequívoco de búsqueda de identidad: sólo en la molestia de unos sobre otros, en el avasallamiento del grupo, en la maltrecha unión de las costumbres del rebaño somos capaces de reconocernos. Alguna explicación debe de tener esa barbaridad en la que, año tras años, se convierten nuestras costas. Es posible también, desde luego, que mucha gente encuentre encantador este programa, convertido ya en rito veraniego.

Las vacaciones, claro, son una conquista democrática. Pero habrá que definirlas, de nuevo, a la luz de los que hoy las buscan en la nada, para sobrevivir. Se necesita un tiempo, como un paréntesis, sin instrucciones constantes, sin obligaciones, sin protectores solares ni canciones del verano. Un tiempo cuya única finalidad sea la percepción del discurrir del tiempo, por sí mismo, sin cronómetro ni termómetro, sin previsiones ni planes. Un tiempo limpio de publicidad, de famosos, de festivales de verano, de playas cloaca, de carreteras parada y fonda. Un tiempo de desintoxicación de un mundo prêt-à-porter donde todo está pensado de antemano. Lo que se necesita, pues, es todo un cambio. Un verdadero lujo al alcance de quien se atreva.

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