La familia más feliz del planeta
"Creo que no hay nada igual en la historia",acertó a señalar Hilary Phelps antes de derretirse en elogios hacia el pequeño de sus hermanos
"¡Increíble, esto es sencillamente increíble!", exclamaba Hilary desde la grada del Sant Jordi. Sobrecogida por la emoción, llevándose las manos a la cabeza, tapándose la cara, con las lágrimas a punto de estallar, la hermana mayor de Michael Phelps no encontraba palabras para describir la hazaña del pequeño de la familia. Titubeaba, buscaba adjetivos, pero sólo uno le venía a la boca. "¡Increíble!". "Dijo que lo iba a hacer, que quería batir todos estos récords, pero conseguirlo en tan sólo 45 minutos... Creo que no hay nada igual en la historia", acertó a señalar, antes de derretirse en elogios hacia el pequeño Phelps. "Es maravilloso, divertido, enrollado y, sobre todo, nada arrogante. ¡Tengo un hermano fantástico!", estalló.
Mientras aguardaban la traducción, Phelps y Thorpe, como dos niños, no cesaron de jugar
A su lado, la señora Phelps, Deborah, no cesaba de recibir felicitaciones de todo el mundo. Emocionada, encantada, solícita, las acogía. Michael, su hijo, "su bebé", se lo había anunciado con una llamada de teléfono; en su oficina de Baltimore; el viernes pasado. "¿Vas a venir a verme?", le dijo Phelps a su madre. "¡Claro que iré!", le respondió; "tengo que vigilarte, toda la familia tiene que vigilarte". "Que sepas que sé lo que tengo que hacer, mi objetivo es batir todos los récords posibles y sé cómo tengo que hacerlo". Ésa fue la respuesta y, al tiempo, el anuncio de Michael. Su madre le creyó. Cogió un avión junto a su hija Hilary, a la abuela de Phelps, y a otros miembros de la familia, y se presentó en Barcelona para asistir al espectáculo de su hijo. Aunque ella, ayer, con tono irónico, insistía: "Llevamos aquí una semana para vigilarlo, toda la familia lo vigilamos". Ocupados en su trabajo, su marido y su otra hija, no pudieron acudir a la gran fiesta del pequeño y a la vez gigante Phelps.
Porque Michael, el gran nadador, el hombre llamado a escribir algunas de las páginas más gloriosas de la historia de la natación, sigue siendo para su familia el "bebé", el niño amante del deporte -practicó fútbol americano y béisbol, hasta que a los siete años se decidió por la natación-, el chico simpático y cabal que siempre ha sido. Así lo recuerda Ferry Brewster, su profesor en la Towson High School de Baltimore, que ayer, desde la grada, junto a la familia Phelps, asistía con entusiasmo al grandioso espectáculo de su ex alumno. "Siempre fue un chico muy participativo en clase, hablador y, sobre todo, con los pies muy en la tierra", recuerda. Brewster habla de un niño muy aplicado, "del estudiante que todo profesor quiere tener". "Siempre hacía sus deberes, pese a que ya entonces se entrenaba dos veces por día", cuenta, relajado y orgulloso. Él, el antiguo profesor, como la madre Phelps, también estaba convencido de que los éxitos llegarían algún día. Se lo decía el olfato, el haber observado el carácter competitivo de Michael durante años. "Estaba seguro de que lo conseguiría", afirma sin dudar. "Era tan bueno de pequeño ya, que lo tenía que lograr fuera como fuera". Brewster no se cansa de hablar de un muchacho "extremadamente competitivo", pero siempre "humilde y centrado". "Durante las clases, en la escuela, no solía hablar de natación. Se relacionaba con los demás niños de la forma más natural".
Como naturalmente ha llevado sus estudios hasta ahora que se encamina hacia la universidad. Su madre, orgullosa, cuenta como Michael, el único nadador de la familia y un dormilón empedernido -"duerme horas, horas y horas; ¡le encanta!", dice y su hija lo certifica-, ha acabado el instituto y se ha inscrito ya en el Lowola College para el próximo curso. A su hijo, asegura, le interesan los negocios y quiere especializarse en dirección y asesoramiento deportivo. "Hará el primer semestre y el segundo aparcará los estudios para centrarse en la preparación de los Juegos", cuenta la señora Phelps, a quien Michael, de forma expresiva, con los brazos en alto y señalándola después, dedicó todos sus triunfos. "Su madre es muy importante en todo esto", apunta Brewster. "Ella y toda la familia supieron siempre guiarle por el bueno camino".
Por esa buena senda, jovial, travieso, como un niño pillo de cara imberbe y lampiña, se encaminó Phelps ayer hacia la gloria, hacia el panteón de la natación, para disputarle ya el trono al gran Thorpe. Pero, a su estilo. De forma implacable, pero elegante, como si fuese una cosa de amigos. Eso es lo que parecen ser. Dos chiquillos superdotados, que aburridos de las interminables traducciones de las ruedas de prensa, se distraen jugando, haciendo garabatos, escribiéndose preguntas, respondiéndose chorradas, riéndose como ayer. "Para mí, no hay nada imposible si se trabaja. La mente lo controla todo", dice Phelps para disimular. "Como veo que ha funcionado, seguiré escuchando antes de las carreras esa canción de Eminent de cuyo título no me acuerdo", prosigue. Thorpe lo mira y ríe una vez más. "Tiene un talento descomunal y sabe trabajarlo. No necesita que le dé ningún consejo", dice el todavía rey.
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