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VISTO / OÍDO
Columna
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País enfermo

Este país está enfermo. Los bombarderos de Alicante están alienados: unos ciudadanos que hacen explotar hoteles en plena zona de playa de su país (y si son de otro, como creen, aún son peores) son el ápice sonoro y visible de una enfermedad; en su proximidad está tal vez el plan de Ibarretxe de "una comunidad libre y asociada" con España, si se puede creer lo que dice Abc. Desgraciadamente, la enfermedad de España es más profunda: el autonomismo es uno de sus males (poner a luchar entre sí y a aumentar las diferencias entre lo que debía casarse y enriquecer un todo), y la furia autonomista es otro. La Constitución es un texto enfermo: se hizo mal, con miedo y con comercio político, con un Rey sólo necesario para calmar a los caudillistas en lugar de procesarlos. Constitución con vagos flecos, deshilachada, y ahora el partido que negó aquella Constitución la declara sacra porque ha encontrado el medio de mover en su provecho aquellos flecos. Un país que depura fiscales porque son críticos para el Gobierno y los sustituye por afines; que deja volver las palabras más oscuras y cobardes de la religión; donde millones de ciudadanos salen a la calle contra una guerra de la que el Gobierno es cómplice y ven con indiferencia cómo salen las tropas hacia esa guerra que se declaró terminada. Síntomas de pérdida. La moral, la ética, la deontología y otros conceptos se mantuvieron pétreos por fuera, pero en polvo por dentro, y se derrumbaron; pero sin que se construyeran otros necesarios para la convivencia. Enfermo país de ambición y de indiferencia, o indiferentismo, palabra que marca más la tendencia: la idea del bien ya sólo se modela según el poder que se tenga. La bomba es un poder y no entra en la moral antigua ni en la nueva.

Pero este país enfermo es cómplice del bombardeo a muerte y hasta los cimientos de la casa donde había cuatro personas, una de ellas paralítica, otra un niño; porque dos eran hijos de Sadam, que tiene más de veinte; y está aprobando la violencia sobre el viejo aserto falso y repugnante de que el Estado "tiene el monopolio de la violencia". Y quizá el de los fiscales, y los depura entre la indiferencia pública. Cuando cayó la mixtura nociva del poder terrenal con la teología, los que se llamaron "santones laicos", los "librepensadores", crearon una conducta, unas costumbres, un sentido del bien: han desaparecido. Los mataron, los silenciaron. Pero no pueden restaurar, en cambio, la obra muerta de la vieja teocracia: y estamos sin nada. Enfermos morales.

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