Todo comenzó un 11 de septiembre
La muerte de David Kelly -oficialmente un simple suicidio- ha vuelto a poner sobre el tapete, una vez más, los peligros que para la democracia supone el secreto de Estado, en la actualidad uno de sus más visibles agujeros negros.
Democracia política significa, esencialmente, que en un Estado determinado el poder radica en el pueblo. Para que ello sea un hecho son necesarios, entre otros, tres requisitos básicos: elecciones libres, publicidad de los actos de los poderes públicos y control de los mismos. En la actualidad, en muchos Estados hay elecciones y en algunos estas elecciones son, incluso, más o menos libres. Los países del mundo occidental estarían en este grupo. Entre estos mismos países, en cambio, son mucho más escasos los Estados cuyos órganos actúan con la publicidad debida y son sometidos a los controles necesarios para que se les pueda exigir la correspondiente responsabilidad.
Los autores clásicos del liberalismo ya establecieron que la publicidad es un requisito básico del Estado de derecho. "Son injustas", dijo Kant, "todas las actuaciones relacionadas con los derechos de los hombres que no sean susceptibles de publicidad". En otras palabras: lo que afecta a los demás y se hace a escondidas es un acto moralmente condenable. El poder, por tanto, debe mostrarse tal cual es ante la opinión pública en sus actuaciones. Además, en un mundo como el actual, en el que la razón es título de legitimidad de todas las actuaciones, los actos deben motivarse. Hasta hace poco eran los diputados quienes debían justificar su posición ante las leyes y los gobiernos ante estos diputados: así constaba en los diarios de sesiones de las cámaras. Por su parte, los jueces debían argumentar razonadamente sus fallos en los fundamentos de las sentencias, que también debían ser públicas. En la actualidad, también la Administración pública debe motivar sus actos, demostrar que actúa conforme a derecho.
Esta actuación pública ante el público -valga la redundancia- es un requisito necesario para el control del poder. No se trata de que unos poderes controlen a otros, de que unos órganos controlen a los otros órganos, como una equivocada interpretación del pensamiento de Montesquieu pudiera hacer pensar. Si así fuera, los controles quedarían limitados al ámbito de los poderes públicos, no rebasarían las élites que los ejercen: el pueblo no controlaría nada. En una democracia, de lo que se trata, fundamentalmente, es de que los ciudadanos controlen a los poderes: al legislativo, al ejecutivo y al judicial.
Para ello, estos ciudadanos tienen dos vías: pueden utilizar como medio a cualquiera de estos poderes respecto de los otros o bien pueden hacerlo directamente a través de la opinión pública, es decir, la opinión expresada a través de los medios de comunicación. De la opinión pública ha dicho acertadamente nuestro Tribunal Constitucional, desde una temprana sentencia, la 6/1981, que es una institución implícitamente existente en nuestra Constitución, sin la cual no hay posibilidad ni de elecciones libres ni de órganos legitimados democráticamente. Por tanto, una opinión pública vigilante es imprescindible para la existencia de una democracia.
Pues bien, los secretos de Estado o secretos oficiales -es decir, aquello que no se muestra al público- son legítimos siempre que su naturaleza lo exija, pero no pueden extenderse más allá de lo necesario y, en todo caso, en un Estado democrático deben ser controlados directa o indirectamente por los ciudadanos. ¿A qué nos referimos cuando decimos que su naturaleza lo exige? Nos referimos a las actuaciones públicas necesarias para la defensa de las libertades y los derechos de los ciudadanos -único fin justificativo del Estado- que requieren, para su eficacia, el secreto.
Es obvio, por ejemplo, que la defensa exterior del Estado exige unos servicios de espionaje, pero los nombres de los funcionarios adscritos a este servicio, si se desea que cumplan bien con su función, no deben ser públicos. Es obvio también que la lucha contra la delincuencia exige que la policía tenga confidentes que actúen en el interior de las bandas criminales, pero la lista de estos infiltrados no debe aparecer en el Boletín Oficial del Estado a menos que se pretenda que su trabajo sea absolutamente ineficaz. En estos y otros casos el secreto está, en principio, justificado.
No hay contradicción teórica, por tanto, entre secretos de Estado y principio democrático de publicidad. Ahora bien, todo ello es así siempre que el secreto esté justificado y que se establezcan los adecuados mecanismos de control que eviten abusos y extralimitaciones, que en los últimos tiempos son frecuentes. Las razones invocadas para desencadenar la agresión contra Irak -así como contra Afganistán- han sido rodeadas de los mayores secretos: los informes sobre la existencia de armas de destrucción masiva eran secretos y sólo conocíamos la interpretación que de ellos hacían las máximas autoridades norteamericanas y británicas. En estos momentos, las opiniones públicas occidentales están intentando averiguar si sus representantes han mentido respecto al conocimiento de estos informes. En este caso, su responsabilidad política se dilucidaría, primero, en los órganos de control correspondientes -las cámaras representativas- y, en último término, ante los ciudadanos mediante elecciones.
Democracia es control, publicidad y elecciones. Naturalmente, mientras averiguamos la verdad nadie podrá devolver a los muertos y heridos, a quienes han visto destrozadas sus casas y propiedades, aquello que se les ha quitado sin razón legítima alguna. Pero sabremos quiénes son los criminales. A algunos responsables, a los menos culpables seguramente, ya les remuerde la conciencia. Probablemente, éste ha sido el caso de David Kelly. A otros, de conciencia más laxa, deberá ser la opinión pública la que les exija responsabilidades. Históricamente, a este tipo de delitos se les denomina crímenes de Estado. Todo comenzó un 11 de septiembre. ¿Sabremos alguna vez exactamente lo que pasó ese día?
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
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