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Columna
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Venganza

El compendio de leyes más antiguo del mundo, que está grabado sobre un bloque de basalto, se sostiene sobre algo tan sólido como es la venganza. Hammurabi, que fue el rey babilónico que lo pergeñó hace cuatro mil años, consideraba que el universo consistía en una tupida red de simetrías, en un compás casi musical en el que cada eco debía ser respetado y cada voz encontrar respuesta, y por ello todo delito tenía que ser compensado con una reparación del mismo tamaño. Por eso hoy la ley del talión babilónica nos resulta tan cruel e incomprensible: no logramos atisbar que el arquitecto que pierde la mano por haber diseñado mal un edificio o el médico ejecutado después de que su paciente perdiera la vida en una operación no son actos morales, sino religiosos o metafísicos, que no buscan hacer del reo mejor persona o volver a aceptarlo en la sociedad, que pretenden en realidad restablecer un orden cósmico vulnerado. Todas las venganzas y los ojo por ojo aspiran secretamente al mismo destino: restaurar la armonía perdida mediante el crimen, purificar la naturaleza después del sacrilegio, recomenzar. Pero a efectos jurídicos o humanitarios sabemos que no posee demasiado sustento.

El alcalde de Torredonjimeno, provincia de Jaén, nos ha sorprendido en las últimas semanas con una medida que resucita el rancio espíritu de Hammurabi. Atribulado por la violencia de género, harto de que las mujeres sean vejadas o acaben sus calvarios en la morgue, ha dispuesto pagar a los hombres con la misma moneda, aunque sea forzando la legislación con una pirueta: el problema del ataque doméstico, dice, no se resolverá hasta que el agresor no pruebe su propia medicina y sepa qué clase de tortura está infligiendo a la víctima. Así que, so pena de una multa simbólica de cinco euros, prohíbe a los varones franquear los umbrales de sus domicilios todos los jueves a partir de las nueve de la noche; en ese espacio de tiempo, la ciudad pertenece a las mujeres, que podrán salir y pasearse arriba y abajo por las aceras sin que ningún marido respondón les contradiga, y asistir a cursos y conferencias sobre el respeto a la pareja, mientras sus cónyuges se las arreglan en casa con la tortilla y el escobón.

Resulta dudoso que esta experiencia vaya a contentar a alguna de las partes. Han pasado muchas tormentas, vendavales, siglos y almanaques desde aquel remoto monolito de basalto que se conserva en un museo, y ya hoy nadie con dos dedos de frente confía en la ley del talión para solucionar ningún dilema. El castigo legal tiene por objeto, desde Sócrates y la democracia, no martirizar al condenado para devolver la honra a una naturaleza humillada, sino educarlo, hacerle ver los efectos de sus obras, convencerle de que su comportamiento es incompatible con la sociedad en que se encuentra integrado. No creo que ningún marido se convenza de eso quedándose en casa, apretando los dientes y afilando la navaja en espera de que su mujer regrese, para decirle todo lo que piensa de la innovadora iniciativa que el alcalde de su pueblo ha tenido a bien emprender; sería mucho mejor que ese señor acudiera también a los cursos y se enterara de qué va el problema, por qué no debe masacrar a palos a la persona con la que convive.

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