El ataque de la desesperación
Armstrong retoma el control de la carrera con una exhibición en la subida de Luz Ardiden
Llegado el momento inevitable, Lance Armstrong se dejó guiar por la desesperación, por su deseo de huida, por la necesidad de acabar de una vez con la duda. Atacó.
Fue un ataque de pánico, de miedo insuperable como el que sufre la cebra, por ejemplo, cuando huele, demasiado tarde, la presencia, demasiado cercana, de la leona y sólo sabe hacer una cosa, el corazón a mil, huir, correr, correr. Sonaron las alarmas en su cerebro. El sistema simpático se disparó e inmediatamente por los neurotransmisores, por las vías nerviosas, salieron en tropel manadas de noradrenalina; y, un segundo después, la glándula suprarrenal comenzó a segregar adrenalina en chorro por el torrente sanguíneo. "Sufrí un subidón de adrenalina, afortunadamente", explicó el norteamericano. Su sistema nervioso central sufrió una estimulación tan grande como si se hubiera dopado con anfetaminas, el corazón se aceleró más aún, los latidos se multiplicaron, también su fuerza; se aceleró su metabolismo. "Y entonces ataqué. Y quizás tenía en la cara la expresión de una ira enorme, pero no era ira, era desesperación. Tenía que atacar porque si no, perdía el Tour en la contrarreloj". Fue el ataque que le devolvió la vida, el ataque que desnudó a Ullrich, el ataque que acabó con las esperanzas de Vinokurov, el ataque que mostró la falta de grandeza del Euskaltel-Euskadi. Fue el ataque del Tour, el que puso fin a las peripecias menores, a los cálculos, a los problemas.
Todo empezó con la gorra de un niño. O no, empezó antes, con un error de Ullrich. Ullrich, el tranquilo, el frío, el poderoso, el líder virtual, pecó de soberbia, y mediada la ascensión del Tourmalet, contagiado de la consciencia de su propia grandeza, y quizás contagiado también por el estilo fogoso de los Euskaltel, que tanto se deben a su afición, lanzó su ataque. "Demasiado lejano", dijo Armstrong. "Qué error. Quedaban ocho kilómetros para la cima, quedaba el largo descenso, quedaba la ascensión a Luz Ardiden. Así que le dejé irse, subí a mi ritmo, le concedí 8-10 segundos y le cacé". Le dejó irse. Se fingió -el gran actor nunca falla, aunque sus ojos, duros y concentrados, le delataran- incapaz de salir al ataque, metió un diente más, pedaleó ligero y de pie sobre la bicicleta. ¡Ah! qué detalle: como todo el mundo sabe, o eso creía Ullrich, desde que se cayó en la Dauphiné Libéré, Armstrong tiene problemas de cadera, de alineamiento, y no puede escalar sentado, pese a que el osteópata parmesano Carretta, enviado por su amigo el doctor Ferrari, le trata a diario.
Dejó que Ullrich se multiplicara, que el mundo se hiciera la ilusión de que, por fin, caía el mito. No cayó. Tranquilo alcanzó al alemán, quien, equivocado una vez más, concluyó que Armstrong estaba débil, maduro ya para el gran ataque de la cima final. ¡Ja! Sólo penó el pobre Vinokurov, quien por primera vez en todo el Tour no encontró fuerzas para atacar.
En la cima final, en la subida a Luz Ardiden, como hace dos años en la Madeleine, cuando Armstrong se fingió fatal, Ullrich mandó a su mejor gregario, al español Aitor Garmendia, que impusiera un ritmo ligeramente masacrante, preparatorio. Y Garmendia, quizás recordando aquel día en Les Arcs 96 en que preparó el ataque de Zülle que debía acabar con Indurain -luego Indurain y Zülle se quedaron-, se aplicó con estilo. Aceleró y, poco después, tembló cuando vio que Triki Beltrán, el lanzador de sprints de Armstrong, le adelantaba y aceleraba más, con la cara de los grandes días. El que atacó, antes que Ullrich, claro, fue, of course, Armstrong. Atacó y puso en fila al grupo. Y se pegó a la cuneta, rozando al público, para que no le cogieran la rueda por el lado protegido. Y entonces, un niño vio cómo un gorro amarillo que tenía en la mano se enredaba con el manillar de Armstrong y éste caía al suelo con estrépito. Y Mayo, que iba a su rueda, también. Y Ullrich, que iba ya un pelín descolgado, los evitó por los pelos, y se paró. Bajó el ritmo. Fue un caballero prusiano y esperó a que Armstrong se levantara. Como el bueno de las películas que da un puñetazo al malo y le derriba y espera a que se levante para seguir dándole, pero el malo aprovecha para coger un puñado de arena del suelo y se la tira al bueno a los ojos, y le ciega, y se enzarza.
Pero Armstrong no cogió arena. A Armstrong se le salió el pie del pedal aceleradamente enganchado, Armstrong se dio con la barra de la bicicleta en la entrepierna, a Armstrong se le disparó la adrenalina. Entonces, encontró fuerzas en lo más profundo, fuerzas que ni sospechaba que tenía, para enfrentarse al destino, y volvió a atacar. Atacó y se sentó, se olvidó de la cadera y del osteópata, desarrolló el molinillo de los grandes días y descolgó a Ullrich. Y el alemán, grande pese a sus ataques de nervios, mantuvo el pulso. Y a su espalda, a su rueda, marcharon Mayo y a Zubeldia, quienes cumpliendo órdenes no le relevaron pese a que Vinokurov, a quien podían desplazar del podio, sufría detrás. Quizás pensaron que les valía con los segundos de bonificación que le disputaron a Ullrich, ahora a 1m 7s en la general, en el sprint final.
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