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Columna
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El talante

Cada gobierno tiene su talante, igual que cada maestrillo tiene su librillo. De los tres gobiernos socialistas autonómicos, tan alejados en el tiempo ya, uno diría que el primero fue determinado por la creatividad y la impericia y no sé si también por la prepotencia. Al segundo mandato le dieron buen color los profesores de economía y las iniciativas culturales y el tercer gabinete fue el de la paz lermista, muy bien apuntalada por una eficaz red de comisarios esparcidos por despachos y alacenas, ya con Cipriano Ciscar en el exilio de Madrid. De los dos gobiernos del PP, el primero fue el de la cuña de González Lizondo, con sus precios y sus quebraderos de cabeza, y también el de los grandes proyectos "ilusionantes": Terra Mítica y cía. El segundo equipo popular fue el del triunfo global de Zaplana; su catapulta hacia Madrid. También fue el gobierno de los consejeros más asentados y felices, ya casi virreyes durante el discreto colofón de Olivas el Olvidado.

El primer gabinete Camps ha tenido un arranque de mucha fulguración y poderío, de un rigor bien estudiado, y de un dinamismo muy educado y distante a la vez, que acaso cabría comparar con la actitud aséptica y modernizadora de los políticos opusdeístas del régimen anterior. Sucede, claro, que los jóvenes católicos de hoy son demócratas, visten pantalones tejanos así llega el viernes, y algunos de sus miembros confiesan una reconfortante afición por los bellos versos libertinos y melancólicos de Kavafis, aquel gran poeta griego nacido en Egipto que vivía en Estambul.

Se diría que el nuevo gobierno valenciano ha venido a la política para triunfar mucho, para darlo todo, para echar el resto. Por eso, a ratos hasta parece que va sobrado, lo que no deja de ser una ilusión óptica. Con todo, la férrea tutoría de Eduardo Zaplana parece que empieza a disiparse. Cabría decir que la sonrisa sureña y comercial del ministro de Trabajo ha sido sustituida por el estro entre clerical y pagano de los nuevos tecnócratas. Al estilo populista del político de Cartagena le contesta la beatífica y no menos insaciable pose social-cristiana. Con unas gotas de Kavafis.

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