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Columna
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La moda del gobierno de las empresas

Joaquín Estefanía

Este verano The Economist llega a sus primeros 160 años. Para celebrarlo acaba de publicar un número dedicado a Capitalismo y democracia. En uno de los artículos se describe el momento que vive el sistema capitalista en estos primeros años del siglo. Según el semanario, el auge económico y del mercado financiero de los años noventa fue tan extremo que su caída está provocando unos resultados también extremos: una pila de escándalos empresariales, el resentimiento generado por el enorme aumento de las desigualdades de renta y de riqueza en los países ricos, un abrumador agujero en los fondos de jubilación de millones de personas y, lo más crucial de todo, una desilusión creciente respecto a la capacidad de las instituciones democráticas para hacer que los culpables respondan de sus acciones.

Siguiendo el título de un libro publicado en EE UU por la analista y activista política Arianna Huffington, ha habido en los últimos años "cerdos en el comedero" que extrajeron gigantescos salarios y emolumentos de ejecutivos, falsearon las cuentas de las sociedades, manipularon las ofertas de las acciones y se concedieron unos a otros enormes cantidades de opciones sobre acciones, entre otros abusos. Para ello usaron de forma profusa la contabilidad creativa.

Precisamente a analizar estos abusos se ha dedicado el seminario El gobierno de la empresa celebrado durante toda la semana en Alameda del Valle (Madrid), y organizado por la Escuela de Periodismo de la Universidad Autónoma de Madrid/EL PAÍS y la Fundación BBVA. En el mismo se estudiaron los cuatro niveles empresariales en los que han fallado todos los controles en numerosas empresas, desde que estalló el escándalo de Enron en diciembre de 2001. Con una cierta perspectiva de tiempo, tenía razón Krugman cuando escribió que el caso Enron pasaría a la historia y se estudiaría en las escuelas de negocio de todo el mundo (Krugman decía que Enron tendría más capacidad transformadora a largo plazo que los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono).

Los niveles de abuso son los siguientes: el de las propias empresas, que cometieron numerosos fraudes con objeto de engañar a los inversores, acciones, trabajadores y jubilados; en segundo lugar, el de sus ejecutivos, que aprovecharon la coyuntura para enriquecerse al tiempo que arruinaban a los demás agentes; tercero, los bancos de inversión, que en muchos casos recomendaron públicamente invertir en lo que de modo privado calificaban de basura; y por último, las auditoras, que por acción y omisión no detectaron lo que estaba sucediendo y que están pasando uno de los peores momentos en su credibilidad (algunas, como Andersen, han desaparecido del mapa).

En este periodo, los organismos reguladores tampoco han estado a la altura de las circunstancias. Uno de los debates centrales del seminario consistió en preguntarse si existe la legislación suficiente para evitar en el futuro otra oleada de escándalos empresariales y lo que ocurrió fue que esa legislación no fue aplicada, o si es necesaria otra serie de normas más eficaces. Cada vez hay menos analistas (a no ser que provengan de las organizaciones patronales) que crean que la autorregulación empresarial es la solución a estos problemas. La siguiente preocupación es evitar una sobrerreacción de regulaciones sobre las empresas que sirva únicamente para cubrir el flanco de las responsabilidades políticas de los gobernantes.

En las conclusiones del seminario surgieron las recomendaciones que el teórico de Harvard, Michael Jensen, hizo hace ya bastante tiempo, para limitar los problemas corporativos de las empresas: el consejo de administración no debe permitir que la empresa se revalorice por encima de lo que realmente vale; hay que aprender a decir "no" a los analistas (que muchas veces disponen de la única información que les proporcionan los gestores de la empresa, que saben de la misma mucho más que los primeros); no permitir que el consejero delegado (CEO) forme el consejo de administración, de modo que éste sea un empleado del consejero delegado; el número de consejeros no debe ser excesivo sino razonable, con el objeto de manejar bien la empresa; identificación del consejero con la empresa, para lo que el primero debe jugarse también su dinero. Por último, y quizá lo más importante, no se debe penalizar a los consejeros y a los ejecutivos por decir la verdad, y estar en desacuerdo con la línea oficial de la compañía.

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