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Columna
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Vías dolorosas

La frecuencia con que se pierden vidas en las carreteras está consiguiendo que la ciudadanía contemple esa pérdida con una determinada normalidad. Sólo los deudos y vecinos, los próximos a las víctimas viven y asumen la tragedia que un día y el siguiente nos venden los medios de comunicación social, a veces con imágenes escalofriantes que se emiten, quizás, para que sirvan de ejemplo, pero que acaban por no servir para nada. Sin ir más lejos, en las dos primeras semanas de este julio bochornoso dejaron dieciséis personas, la mayoría de ellas jóvenes, la existencia en el asfalto de las comarcas norteñas del País Valenciano. La cifra aturde si consideramos que en el mismo espacio de tiempo hubo el año pasado una sola víctima. No puede ser normal. Ni cabe encogerse de hombros y achacarlo todo a la fatalidad, a la mala estrella o al pago que el bienestar o la modernidad nos impone a cambio de la comodidad de un vehículo. Y razones las hay.

En unas se mezcla lo individual con lo colectivo, porque aluden a la educación o formación ciudadana que se amamanta en el seno de la familia, en el ámbito escolar y el modelo que perciben jóvenes y adolescentes en el grupo al que pertenecen. El respeto a las normas de convivencia, y más en la carretera, o el disfrute responsable de la existencia -sin arriesgar el pellejo propio ni el ajeno en el volante de un fin de semana divertido-, son valores individuales y sociales que se maman; y valores que evitarían bastantes lágrimas. Y valores que, por lo general, no se les oferta a la sangre joven, porque la oferta podría ser tachada de reaccionaria por un destartalado y mal llamado progresismo permisivo. Así nos va, por ejemplo, en las carreteras los fines de semana.

Otras causas, tan reales como las anteriores pero más palpables, se relacionan sin duda alguna con el estado de las infraestructuras viarias. La carretera nacional 340 fue un goteo de víctimas en Nules y en Vila-real mientras atravesaba esos dos núcleos de población. En la capital de La Plana se perdían los nervios y la salud hasta que se construyó el desvío, tachado por Carlos Fabra, y con razón, de bodrio, que palió el bochorno circulatorio en Castellón. Y los ejemplos se repiten en Benicarló y en Vinaròs; se repiten en el perímetro azulejero Onda-Vila-real-Castellón-Sant Joan de Moró-L'Alcora donde atosigan las carencias de dobles viales que debieron estar hechos ya hace tiempo; se repiten e incordian en los trayectos veraniegos que conducen a miles de castellonenses desde su piso en la ciudad al apartamento en Oropesa o Benicàssim. Claro que aquí tenemos un clima excelente y las inversiones y preocupaciones prioritarias son los parques temáticos, llenos de un mundo de ilusión, y los aeropuertos turísticos puestos al servicio de un determinado sector del empresariado. Las carreteras y los necesarios viales pueden esperar, o llegar tarde y mal como los desvíos innecesarios de la carretera nacional, cuando había otras soluciones.

Porque la autopista A-7, tan costosa para el usuario, podría haber vuelto ya a manos del Estado; podrían haberse añadido nuevos viales a esa vía vertebradora valenciana y librarla del peaje como solicitaron varios miles de castellonenses hace algo más de una década. Sin embargo, la concesión de la autopista a una empresa privada que finaliza dentro de un par de años, se prolongó hasta el 2018, como la pudieron prolongar hasta las calendas griegas. Ni al PSOE de entonces ni al PP de ahora les gustó la tarea. Y así nos va por estas carreteras valencianas negras.

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