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Estío

El Vicepresidente del Gobierno, y candidato a presidirlo tras la sucesión anunciada, afirma que la corrupción ha dejado de ser una preocupación relevante para la ciudadanía. Aduce los resultados de las encuestas de opinión. De ser ello cierto, la enfermedad es más grave de lo que algunos nos temíamos. No se trata de algún individuo enfermo, por ejemplo un partido político, o algunos partidos políticos. Se trataría de una metástasis sobre el cuerpo social. Algo, por otra parte, nada desdeñable.

Cierto que la historia no es materia del agrado de nuestros actuales dirigentes, ni tampoco de sus opositores. Como no sea para manipularla, trivializarla, y así poder convertirla en amenaza. Sin embargo, la historia, y la más reciente, podría explicarnos el porqué del desdén ciudadano ante la corrupción.

"Tarjeta de crédito, automóvil, conductor, escolta, lisonjas y prebendas, son elementos para ablandar conciencias"
"Lo importante, del ladrillo a la cerámica, se debate en foros menos bullangueros que la crónica parlamentaria"
"La política, una vez más, es actividad bajo sospecha, y los políticos poco menos que mal inevitable"

La democracia, el régimen de libertades, nos advierten analistas y expertos, es una fina película sobre las conciencias de los seres humanos. Una película frágil, tenue, amenazada por el aburrimiento y la consagración de los valores del éxito personal, casi siempre mensurable en términos de posesión de bienes y valores materiales.

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Y esto se predica de sociedades con amplia y dilatada tradición democrática, de funcionamiento de las instituciones, y de una interiorización efectiva y afectiva, por parte de la ciudadanía, de estos valores y de la confianza en sus instrumentos.

Se van a cumplir los veinticinco años de una Constitución española, la de 1978. Al margen de la discusión, nada académica, de su posible y necesaria revisión, la pregunta que podemos formularnos hoy es la de si el sistema democrático, consagrado en el texto constitucional, forma parte del pensamiento, inspira las conductas de la ciudadanía, y fundamenta en consecuencia el funcionamiento de los instrumentos, con especial referencia a los partidos políticos, "cauce de la participación ciudadana y vehículos para la formación de la opinión", entre otros menesteres.

La referencia a la historia es imprescindible. Desde el "haga como yo, no se meta en política", del general gordezuelo y sanguinario, al "échame una mano, a ver si conoces quien me mueva los papeles", hay toda una cultura de desconfianza hacia los poderes públicos, y la convicción de que un cierto grado de corruptela, y de corrupción, forma parte de la naturaleza de las cosas.

Los horrores de una confrontación civil y sus consecuencias durante demasiadas décadas, hicieron del olvido moneda de cambio para una conciliación que mantiene vivos muchos de los componentes que la originaron. Entre ellos, la aceptación fatalista si se quiere, de lo que el Sr. Rajoy tilda de poco relevante, ahora... que hace unos pocos años fue carnaza despreciable. De tal suerte que la política, una vez más, es actividad bajo sospecha, y los políticos poco menos que mal inevitable. Y su coste, soportable frente a otras alternativas más cruentas, y nada originales en la oleada democratizadora de los nuevos cruzados de la causa, de Bush a Berlusconi.

Oficio o profesión bajo sospecha, y en el mejor de los casos desagüe de fracasos profesionales, u ocupación de pensionistas, funcionarios con plaza reservada o jóvenes de estudios inconclusos o de profesión desconocida. O de ricos, parientes o descendientes de ricos, a quienes no se les ha ofrecido algún consejo de administración de dietas pingües.

Las maquinarias, atentas a la endogamia, con la mirada puesta no en la sociedad, sino en el resultado de las intrigas internas, en el recuento de los votos, ya sea en Gijón, ya en Alcorcón. O en su ciudad, villa o pueblo, a gusto del lector o la lectora. Pues se trata de la propia alimentación, de las organizaciones, y de los organizadores. La política, en consecuencia, algo irrelevante, salvo para los implicados de modo directo. Lo otro, lo importante, del ladrillo a la cerámica, del dinero a las carteras, se debate en foros menos bullangueros que la crónica parlamentaria, o la crónica negra de las agrupaciones locales de los partidos políticos.

Ésta es la corrupción. Una hidra, a la que el corte sucesivo de alguna de las cabezas produce el crecimiento de otras, en plural, nuevas e insidiosas. Hasta convertir el estío en hastío de la ciudadanía. Y sin tradición, la tentación: "todo vale", y peor, "todos iguales". Con la adición hispánica del compadreo, la ignorancia como argumento, y el desentenderse de las cuestiones colectivas en aras al bienestar inmediato, y propio.

Cuando dimití de Alcalde de Valencia, en diciembre de 1988, denuncié la evidencia de un socialismo de clanes y familias. Cierto que algunas de las familias y clanes desaparecieron del escenario socialista. Los mecanismos que propiciaron su existencia, sin embargo, se han revelado, como poco, persistentes. En Valencia, como en la Federación Socialista Madrileña.

Con un ingrediente que ya asomó en el final de los ochenta, el ladrillo. De Rafalell y Vistabella, a Alcorcón o Llíria y Náquera. La burbuja inmobiliaria, con LRAU o sin ella, es un pastel tan inmenso que cualquier perillán se alza con prestigio y dineros, sin responsabilidad alguna, y manchando a honestos ciudadanos, propietarios de suelo o promotores de viviendas.

Madrid ha sido ejemplar al respecto. Una ciudad de aluvión de las Españas, en que la referencia es el casticismo, y en donde el compadreo es la norma, junto al tuteo, igual de despreciable. Una sociedad que acepta el soborno, la conchabanza, el encumbramiento de la mediocridad ignorante, siempre que se acompañe de los billetes de banco, cuanto más negros mejor. "El don sin din, la nada". Y que a nadie se le ocurre esgrimir la inteligencia, o menos la cultura como no sea para inaugurar el papel cuché, por cierto también bien retribuido, que a todos alcanza la mancha de aceite.

La pregunta, una vez más, es tan sencilla como la de qué hacer. La aceptación de un estado de cosas "natural" es, sin duda alguna, una perversión de un sistema, el democrático, que se quiere transparente, sencillo, comprensible, limpio. Convivir con el hedor, o "comprender" las limitaciones de un sistema, es insoportable. Admitir la hipocresía de que la democracia es cara -menos, sin duda alguna que cualquier otra forma de gobierno, y más barata que cualquier violencia- y al tiempo negar los recursos para las organizaciones políticas o el disponer de retribuciones comparables al sector privado, lleva a la recluta de las mediocridades, perfectamente tentables por los corruptores. Una tarjeta de crédito, mesa y mantel reservados, automóvil, conductor, escolta, lisonjas y prebendas, aun modestas, para compartir, son otros tantos elementos para ablandar conciencias, sobre todo cuando se carece de perspectiva laboral, o cuando la hay es de ida y vuelta, sin apearse.

Las maquinarias, además, no se mueven por las ideas, por los proyectos compartidos en complicidad con la sociedad. Las maquinarias tienen sus leyes internas, la primera de las cuales es la supervivencia, a la que supeditan cualesquiera otras. Así, el socialismo, que me ocupa y ocupa a tantas gentes de bien, no es propiedad de una organización, es propiedad -soy consciente de la broma, y pido excusas por ello- de toda la sociedad, de los militantes, de los electores, y de quienes no le otorgan su confianza.

Precisamente, en el contexto de la reflexión histórica, y también social, de ahora mismo, se supone que la izquierda, el partido de los socialistas, ha de ser más transparente, si se quiere en términos coloquiales, "más honrado", pues ciertas prácticas, acciones, y comportamientos, se le "suponen" a la derecha. La desconfianza es mayor cuando hay evidencias en la izquierda, en los socialistas, de la pervivencia de los clanes, de las familias, y de la prevalencia de los intereses privados, individuales, ya se trate de los intereses políticos de alguna manera legitimables, como de los despreciables del beneficio y el expolio.

Rehacer la confianza, establecer la complicidad social, y desmantelar el tejido tribal es la tarea que hay que acometer. Con el concurso de la ciudadanía, y su estrecha vigilancia, para impedir que la hidra, a cada corte, nos obsequie con nuevas cabezas envenenadas.

¿En nombre de la supervivencia socialista? Ésta sería una perspectiva poco congruente con la propia tradición socialista, y tal vez, porqué no, miserable. En nombre de una ciudadanía que sabe que el progreso, la ampliación de las libertades, de la tolerancia, y del bienestar, están del lado de la izquierda democrática. Que quiso cambiar, y con intuición no tradujo en las urnas lo que eran, y permanecen, los problemas de esta sociedad. Esto es, aumentó la confianza electoral, pero expresó aprensiones ante una oferta nueva que no inspiró la complicidad necesaria. Un "toque de atención", o el "sí, pero..."... aún hay que madurar, combinar la experiencia y la juventud, y no todo son problemas generales, cuya importancia de la guerra de Irak al Prestige, la LOU o la LOCE, el decretazo, los recortes sociales, o el conflicto de la justicia y Euskadi, forman parte de la conciencia de todos nosotros.

Esta ciudadanía es la que tiene que volver a expresarse, en Cataluña, en Andalucía, y en toda España en los próximos meses. La ciudadanía que requiere, además de transparencia, proximidad, como se ha visto el 25 de mayo en tantos municipios y comunidades autónomas. La ciudadanía que "soporta" al Partido Popular, mientras confía en una regeneración del socialismo democrático que recupere la senda de progreso que, Aznar -ese nacionalista castellano a lo Ramiro Ledesma- ha interrumpido en una España plural, capaz de elaborar un nuevo patriotismo sin exclusiones, en el que nos podamos encontrar todos. Esto es, una España con españoles, no con patriotas a las órdenes de poderes ajenos, y en la que los idiomas sean oficiales -el gusto por el papel del BOE... agradable a Acebes y sus turiferarios- y propios de la ciudadanía, como los partidos políticos, vaya.

¿Es ésta una sociedad enferma? No. Anestesiada puede que sí. Banalizada, "mediatizada", también. Si alguien alcanza la elevada cima de hablar con los caballos, indudablemente puede convertirnos a todos en asnos, y a ello no estamos dispuestos. Lo peor, dentro del terror que el memoricidio quisiera borrar, olvidar, es que el franquismo fue algo más que un régimen: una "cultura" que se perpetúa más allá de la losa final, que sigue impregnando con sus exhalaciones mefíticas, a propios, que es lo lógico, y a extraños, que es lo que sorprende, o puede sorprender.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y diputado socialista por Valencia.

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