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Una Constitución para la Europa de los 25

La Convención ha conseguido redactar un proyecto de Constitución para Europa. Para ello hemos trabajado, a la luz pública y durante 16 meses, parlamentarios y representantes de los Gobiernos de 27 Estados, actuales miembros de la Unión y candidatos a serlo, eurodiputados y de la Comisión Europea. Éste ha sido, por ahora, el Poder Constituyente europeo.

Seguramente no se habría llegado a tal resultado sin la ampliación a los nuevos países de la Europa del Este, la otra Europa, separada durante casi medio siglo de la occidental. Una Europa a 25, y pronto a 27, sin una identidad constitucional sería inviable. Es lo primero que entendimos en la Convención, cuya experiencia ha sido para nosotros extraordinaria.

La Convención para el futuro de Europa, nacida gracias a la insistencia de algunos frente al escepticismo de muchos, ha sido una lección de tolerancia, de respeto a la diversidad, de capacidad de cesión, de negociación y de presencia -por fin- del interés general de los pueblos europeos por encima del nacionalismo estrecho. Nunca una conferencia intergubernamental lo hubiese conseguido, y menos aún en el momento crítico de la guerra de Irak y en una coyuntura económica muy difícil. Creímos desde el principio -allá por febrero del 2002- en la necesidad de una Constitución, cuando esa palabra era tabú. Así se expuso en el documento que fijaba la posición de la dirección del PSOE en septiembre del año pasado. Era una propuesta completa de Constitución, que por cierto se ha cumplido en un alto porcentaje, y que ningún otro partido hizo con tal detalle y riesgo. Ya entonces lanzamos la idea de un referéndum, que el Gobierno ha terminado por aceptar hace algunas semanas.

Considerar Constitución al texto aprobado por el consenso de la Convención no es poca cosa ni una cuestión sólo terminológica. El artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 dice que "si en una Nación no hay declaración de derechos, ni separación de poderes, no hay Constitución". El proyecto de la Convención ha logrado que la haya. Ha incluido una Carta de Derechos de los Ciudadanos Europeos, con carácter jurídicamente vinculante. Y ha establecido una arquitectura de poderes que, salvo en la figura original pero absolutamente necesaria de la Comisión -que tiene funciones que toma de lo ejecutivo y de lo legislativo-, se asemeja a la división de Montesquieu. El Parlamento Europeo se ha convertido en un verdadero poder legislativo porque prácticamente todas las leyes europeas requerirán su acuerdo. Este poder legislativo se compartirá con el Consejo Legislativo, formado por representantes de los Gobiernos. El Consejo Europeo y el Consejo de Ministros son el Ejecutivo, compartido con la Comisión, que mantiene su monopolio de iniciativa. El Tribunal de Luxemburgo es el poder judicial, compartido con los tribunales nacionales.

Hay dos innovaciones relevantes: el presidente estable del Consejo Europeo y el ministro de Asuntos Exteriores de la UE. Ambos darán visibilidad a la UE en el mundo. Otorgarán identidad a los 25, unidos en la diversidad, como dice el lema de la UE propuesto por la Convención. Otra cuestión de capital importancia es el sistema de decisión. Nosotros, convencionados socialistas, hemos defendido la mayoría cualificada como forma de adoptar decisiones en el Consejo Europeo y en el Consejo de Ministros. La mayoría cualificada es capital, porque es el símbolo y la realidad de la cesión de soberanía que exige la construcción europea, y que algunos gobiernos, desgraciadamente, no entienden aún. Una decisión por unanimidad es un cierto fraude a Europa. Casi nunca permite adoptar nada realmente transformador y audaz. Por el contrario, la mayoría cualificada es la posibilidad de que la UE tome decisiones contra la opinión de un Gobierno, y que éste lo acate. Es revolucionario. Pero no hay otro modo de avanzar en las políticas de la Unión (agrícola, de mercado interior, de transportes, de cohesión, etc.) La mayoría es la democracia. La unanimidad no lo es y conduce a la parálisis. En esta materia, la Convención ha dado un salto muy importante aunque no suficiente. Ha doblado el número de cuestiones que se adoptarán por mayoría cualificada. Aun así, hay tres campos en que ha sido imposible conseguirlo: la fiscalidad, la política exterior y algunos aspectos de la política social. Afortunadamente, las cooperaciones reforzadas permitirán avanzar a los países que quieran ir más allá, unidos, por ejemplo, en acciones de política exterior y de defensa.

La exigencia de la unanimidad en temas fiscales y económicos la terminaremos pagando en términos de progreso y de solidaridad. Esto, junto a la insuficiente coordinación de las políticas económicas, la falta de compromiso de la política monetaria con el crecimiento y la todavía débil perspectiva de una política social de dimensión europea, son nuestras mayores frustraciones. A pesar de todo, reconocemos que la Convención ha facilitado la toma de decisiones y la eficacia de la Unión. La mayoría cualificada que prevé el proyecto de Constitución (mayoría de países, que representen el 60% de la población) va a cambiar la lógica gubernamental: habrá que luchar por estar en las mayorías y no en las minorías de bloqueo, que serán más difíciles de conseguir en el futuro. Esa definición de mayoría cualificada implica una pérdida relativa de poder de voto para España en el Consejo respecto del que obtuvo en el Tratado de Niza, hoy vigente. Por ello, pensamos que la Conferencia Intergubernamental que se iniciará en otoño debe encontrar una fórmula correcta y aceptable para compensar a España, por ejemplo, aumentando considerablemente el número de diputados españoles en el Parlamento Europeo, una presencia que Aznar despreció en Niza por razones difíciles de compartir y que se hace todavía más imprescindible a la vista del claro reforzamiento de los poderes de la Eurocámara con esta Constitución. O aumentando del 60% al 66% el porcentaje de la población, lo que aumentaría la relevancia de la participación de España en la formación de una mayoría.

Los argumentos para apoyar el proyecto de la Convención son mucho más poderosos que para rechazarlo, a pesar de los puntos en los que todos los que estuvimos en Bruselas -por dis-tintas causas- podríamos disentir. La Constitución redactada por la Convención es la consolidación de la Europa que tan positiva ha sido para todo el continente, y en especial para España y sus nacionalidades y regiones. Positiva para el crecimiento económico y para la estabilidad y la paz en un espacio que vivió dos guerras pavorosas en el siglo pasado, con su trágico resultado de muertes, pobreza y división. Pero quizá la nueva identidad constitucional de Europa haya sido posible porque no estamos ante una Constitución de la derecha o de la izquierda. Lo cierto es que esta dialéctica tan conocida no ha jugado -salvo en lo relativo a la socioeconomía- un papel relevante en los debates que hemos vivido durante casi año y medio. La lucha principal ha estado entre europeístas y euroescépticos. Y en muchos aspectos hemos ganado los primeros, aunque los segundos han conseguido atrincherarse en posiciones que habrá que superar en el futuro, y para ello la propia Constitución propone mecanismos.

Los socialistas españoles nos hemos sorprendido coincidiendo más, por ejemplo, con algunos democristianos alemanes que con los laboristas británicos, cuando se trataba de dar más competencias a Europa. También nos ha sorprendido que el Gobierno español haya coincidido y se haya aliado, en algunas cuestiones relevantes (la social, por ejemplo), con el Gobierno del Reino Unido para ejercicios inútiles de nacionalismo. Todo ello, dentro del perfil de poco protagonismo en las propuestas por el que optó Aznar en la Convención, sin que con ello queramos disminuir la labor de los diputados del PP con los que hemos compartido una positiva experiencia de trabajo. En realidad, la Convención no ha pretendido hacer políticas concretas, que a una Constitución no le corresponden. Ha hecho posible que esas políticas puedan adoptarse en el futuro desde las instituciones europeas. Le ha dado a la Unión los poderes y los instrumentos jurídicos y presupuestarios para hacerlo.

Ahora, todo dependerá de los gobiernos primero y de los ciudadanos y ciudadanas de Europa después. Con su voto aceptarán o rechazarán la Constitución que salga de la Conferencia Intergubernamental. También, con su voto en las elecciones al Parlamento Europeo y a los parlamentos nacionales, los hombres y mujeres que viven en Europa decidirán sus políticas. Y, asimismo, podrán impulsarlas directamente a través de iniciativas legislativas populares -con al menos un millón de firmas multinacionales-, algo que fuimos los socialistas españoles los primeros en proponer a la Convención, que está entre los últimos logros de ésta y que constituye una de nuestras mayores satisfacciones.

La Convención para el futuro de Europa ha configurado a ésta con mejores perspectivas que las últimas conferencias intergubernamentales. Ha acercado más la Unión a la gente (en la Carta de Derechos, en el Parlamento Europeo fortalecido, en una Constitución comprensible). Ha hecho más fuerte y global a Europa. Ha hecho más fácil y eficaz su forma de decidir. La ha hecho más democrática, en definitiva. Sólo por eso ya merece la pena dar un respaldo a la Constitución Europea. Esperamos que el texto que se someta a referéndum de los españoles el 13 de junio de 2004 y a la ratificación de las Cortes después, se parezca mucho al que la Convención ha creado a través de un método democrático y transparente, que será la garantía de futuras reformas para profundizar en la identidad colectiva de los 25/27 países de la Nueva y Vieja Europa.

Josep Borrell, Carlos Carnero y Diego López Garrido, diputados del PSOE al Congreso y al Parlamento Europeo y miembros de la Convención Europea.

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