_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¡Urde, urde!

Uno de los aspectos más peculiares del carácter de Magda, la compleja, atractiva y conmovedora protagonista de En medio de ninguna parte, última novela publicada por Mondadori del escritor surafricano J. M. Coetzee, es su gusto, su amor por los insectos, "esa vida que se escabulle sin cesar por los alrededores, cada bola de estiércol bajo una de las piedras. Cuando era pequeña (¡urde, urde!) me pasaba el día sentada en medio de la polvareda, con una pamela de encaje, según se cuenta, jugando con mis amigos los escarabajos, los grises, los marrones y los negros, mucho más grandes, cuyos nombres he olvidado (...) No me dan miedo los insectos". Magda es rara. Su soledad y su desarraigo la acercan a esos seres que a casi todos asustan o asquean. Unos seres, sin embargo, fascinantes, cuya misteriosa y necesaria (per se) existencia sólo conocen ciertos iniciados, los entomólogos, gente muy literaria que me recuerda a otros raros maravillosos, como Nabokov (cuyo interés se servía de la crueldad: alfileres crucificando, fijando, la efímera belleza, secuestrada, de las mariposas) o como Gerald Durrell (su familia, sus animales), gente que pasa gran parte de su, también efímera, vida buscando bichitos con sigilo y observando minuciosamente su aspecto y sus costumbres.

En tiempos como éstos y, sobre todo, en una ciudad como la nuestra, es difícil imaginar a un entomólogo cuya pasión no sea frustrada por hábitat tan hostil. José Ignacio López Colón, investigador en el Proyecto Fauna Ibérica del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid y miembro de Ecologistas en Acción, debe de ser uno de ellos, pues ha descubierto en Madrid una nueva especie de coleóptero, un pequeño insecto de la familia de los crisomélidos, la misma a la que pertenece el escarabajo de la patata. Porque, sí, sigue habiendo patatas en el mundo y hasta escarabajos y, al parecer, éste descubierto por Colón (¿inspiración heráldica?) tiene muy vivos colores, o sea, es guapo. Como los científicos son un poco redichos, le han puesto de nombre Cryptocephalus bahilloi en honor a Pablo Bahillo de la Puebla, insigne entomólogo español, gracias a lo cual, además, esas raras criaturas humanas que rebuscan entre hierbajos, humus, guijarros y pajitas mantienen vivo el latín, que es una manera casi simbólica de seguir creyendo, contra viento de dióxido de carbono y marea negra, en nuestra maltrecha civilización.

El descubrimiento de Colón me ha hecho feliz. Me lo imagino deambulando por las yeserías y las salinas del este de la Comunidad, muy de mañana, la brisa aún limpia; o quizá tenga que llevar sombrero bajo el sol de justicia del mediodía; o acaso siga el rastro último del atardecer. Me lo imagino solitario, tomando notas en una libreta empolvada. Me lo imagino muy concentrado en su pasión, que es como más hermoso es un hombre. Que la pasión de este inesperado Linneo consista en avistar escarabajos multicolores hace de él una fuente de esperanza. Porque si aún hay un nuevo y vistoso Crytocephalus bahilloi, no todo está perdido. A pesar de que en 2050 (¡tan cerca!) la especie humana haya provocado la extinción de más de un tercio de las otras especies del planeta. A pesar de que sólo en el Estado español, según datos de Ecologistas en Acción, se halle en peligro de extinción el 30% de las aves (17 especies), el 14% de los reptiles (7 especies), el 8% de los anfibios (2 especies) y el 7% de los peces continentales (5 especies). A pesar de que no todas ellas estén recogidas en el Catálogo Nacional de Especies Amenazadas.

Estoy feliz porque hay hombres que aman a los escarabajos. Como Magda: "No tendría ningún reparo, estoy segura, siempre y cuando se diera el caso -si bien desconozco de qué modo pudiera darse el caso-, en vivir en una choza de barro, e incluso bajo un cobertizo de ramas entrelazadas de cualquier manera, allá en los llanos, alimentándome de alpiste y hablando con los insectos. Aún en aquella niña pequeña tuvieron que relucir los rasgos de la vieja dama demente, y los nativos morenos que se esconden tras los arbustos y que todo lo saben tuvieron por fuerza que haberse reído entre dientes". Estoy feliz porque yo también soy una niña demente que se alimenta de alpiste y que habla con insectos. Una niña con pamela de encaje, que urde y urde, sentada en medio de la polvareda. Una niña a punto de extinguirse.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_