El corazón de Flecha
El ciclista del iBanesto.com se impone en solitario en Toulouse la víspera de la contrarreloj
"¿Y éste, por qué lleva guardaespaldas, no es Terminator?", preguntaba Francisco Mancebo, atrapado en un atasco humano en las calles de Narbona, un tumulto de cámaras persiguiendo a una espalda ancha y triangular, unas gafas de sol sobre un centímetro de maquillaje y una sonrisa de cartón que respondía al nombre de Arnold Schwarzenegger, rodeado por cuatro guardaespaldas. Los ciclistas chocaban contra el barullo y sufrían aprisionados por un estrello pasillo mientras a Schwarzenegger le abrían paso hacia el autobús del US Postal-Berry Floor y al minuto hacia el podio de firmas. El actor, que promociona "Terminator 3", buscaba a Armstrong, que ya se llega por el quinto capítulo de su propio "Terminator" en el Tour, o sea "TerminaTour 5". Para no ser menos, Armstrong también se movía por la salida con guardaespaldas. Menudo choque de trenes. Por fin se encontraron los dos, se dieron la mano ante las cámaras, y uno, el de amarillo, se subió a la bicicleta, y el otro, el de la americana crema, en un helicóptero. Y mientras ellos, dos hombres-máquina, perfectos, programados, grandes, músculos de acero y titanio, huesos de carbono, se promocionaban, se fotografiaban, se vendían, a un ciclista más pequeño, casi desconocido, empezaba a latirle un corazón de hojalata.
Los directores y el mundillo del ciclismo nunca han querido ver cerca de sus chicos, de sus ciclistas, a novias, mujeres o amores. La mujer es mala para el deportista, decían los antiguos y, casi invariable, la afirmación ha ido pasando de padres a hijos, a nietos, a bisnietos ... Pocos ciclistas hablan de amor, aunque a veces es la fuerza que les mueve. Mientras cenaba el miércoles, a la derecha los tres rusos -Karpets, casi vegetariano, ensalada y mucha fruta; Petrov, pasta gansa; Menchov, de todo-, a la izquierda Mancebo y compañía, Juan Antonio Flecha vio el miércoles a un tipo gordo con un pin's en forma de corazoncito blanco clavado en el pecho y le dijo: "¿y ése corazón?". El gordo, desprendido, se lo desclavó y se lo dio: "Toma, para tu chica". "Gracias, gracias". Flecha ya tenía un plan. El pin's, el corazón de hojalata que se clavó en la camiseta, debajo del maillot, le reforzaba sus intenciones.
Lourdes, la chica de Flecha, trabajó hace unos meses de becaria en el Instituto Aerospacial de Toulouse, a pocos kilómetros de la meta. Flecha, buen novio, se iba a verla siempre que podía, se subía la bici desde Puigcerdà, se entrenaba por las carreteras del Midi francés, y cuando supo que una etapa del Tour del Centenario se disputaría por esas carreteras, tuvo un presentimiento, una necesidad que le costó trabajo mantener secreta.
La etapa tenía lugar en el sitio adecuado, con la longitud adecuada -cortos e intensos 153 kilómetros- el día adecuado, la víspera de la contrarreloj, día de transición tras el descanso, día de fuga consentida, y más sin Petacchi y con el Fassa Bortolo reducido a tres. Lo más duro para Flecha fue coger la escapada. Después -lo sabía- todo saldría por sí solo. Estaba escrito, había sido soñado decenas de veces. Hasta soplaba un poco de tramontana, como tenía que ser en la travesía del país cátaro. El grupo de ocho, parecido al que se presentó en Marsella, llegó unido a falta de 10 kilómetros para la meta, hasta que llegaron al repecho donde Flecha hizo lo que había visto hacer tantas veces en su imaginación. Allí, en la entrada de Montauriol, Flecha, perseverante, generoso, instintivo, fuerte, corazón -de carne, músculo- latiendo a 180 por debajo del corazón de Lourdes, de hojalata, que se aceleraba y crecía, y crecía, repentinamente, se transformó en Ocaña, en el Ocaña que tanto amó estas carreteras, se arqueó sobre la bicicleta, sacó la misma chepa del español de Mont de Marsan, se olvidó del tiempo y del espacio y pedaleó. "Y a cada pedalada que daba más me acercaba a Lourdes, a su corazón", dijo. Y cada pedalada le alejaba más y más de sus compañeros de fuga, estupefactos, sorprendidos. Sólo en la última recta, más de un kilómetro de vieja pista de aterrizaje, se permitió Flecha mirar por debajo de su sobaco, comprobar que los perseguidores estaban lejos. Entonces, ya rebosante, se levantó y se preparó para su gran gesto, para su entrada triunfal en la historia del Tour, se transformó en el indio que montando un caballo pinto, sin silla, a pelo, saca de su carcaj una flecha, tensa el arco y la dispara, perfecta, en el blanco elegido.
Flecha se encontró después al tipo gordo que le dio el corazón de hojalata y, emocionado, le estrujó la mano."Gracias, gracias, me ha latido más deprisa que el de verdad". En el podio, Schwarzenegger y Armstrong, crema y amarillo, los dos terminators, charlaban animadamente. Recuperaban su dominio del Tour, un control sólo levemente perturbado por un chaval de Junín (Argentina) a quien, educados, dieron la mano.
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