La vida desde una caravana
Ésta es una crónica a dos tiempos. El primero se sitúa en la década de 1970, hace muchos, muchos años, cuando en un arranque de ésos tan propios de los 20 me dio por ir al Cabo Norte en autoestop. Sí, ya sé que queda lejos, pero precisamente por eso decidí ir allá. Son cosas que te pasan por la cabeza cuando eres joven y lees a Kerouac. Contemplas un mapa de Europa y, en vez de conformarte con ir a Andorra o a Mallorca, eliges el destino más lejano. La cosa es que, en este alocado viaje, me recogieron en Finlandia unos hippies norteamericanos que tuvieron la gentileza de aceptarme como uno más. Fue divertido, aunque desconcertante. Iban en una camioneta Volkswagen (de esas que salen ahora en los anuncios de Coca-Cola), con un gran sol pintado en la parte delantera, dibujos psicodélicos a ambos lados y un desorden inenarrable en el interior. No puede decirse que pasáramos desapercibidos. ¡Hasta los renos se giraban para mirarnos! Aquélla fue la primera vez que comprobé la ventaja que suponía viajar con la casa a cuestas. Íbamos siempre hacia el norte y nos deteníamos cuando nos apetecía. Para rematar la jugada, cuando mis mentores hippies se dieron cuenta de que yo cometía el pecado de llevar un reloj, me convencieron para que lo parara con el psicodélico argumento de que, ya que el sol de medianoche brillaba todo el día, las horas no existían y habíamos derrotado al tiempo. Lo dicho: fue divertido, pero desconcertante. Cuando faltaban unos pocos kilómetros para llegar al Cabo Norte, acampamos en un fiordo precioso: un valle verde lleno de abedules y renos, con una impresionante cascada y un río caudaloso. Estuvo bien, pero al cabo de unos días (siento no poder ser más preciso, pero el sol no se ponía nunca y yo no tenía reloj), viendo que los hippies estaban más que colgados de aquel fiordo, me despedí de ellos, de la camioneta, del desorden vital y de la nube de porros y proseguí mi camino en autoestop. Una vez en el Cabo Norte, tras contemplar embelesado que el sol "no se ponía" en el mar, me di cuenta de lo práctico que era tener una camioneta, una autocaravana o, para simplificar, un vehículo con cama. Son cosas que uno piensa cuando no tiene más remedio que dormir entre las rocas y sin que nadie se preocupe de apagar la luz. Muchos años después, y ahora entramos en el segundo tiempo de esta crónica, recibí una de esas llamadas que siempre estamos esperando los periodistas. "¿Te apetecería ir al Cabo Norte con los gastos pagados?", me preguntó la voz. Se trataba de apuntarse a una excursión montada por el Salón del Caravaning de la Fira de Barcelona, que se celebra en septiembre, con el objetivo de promocionar las autocaravanas. El programa consistía en volar hasta Rovaniemi, en la Laponia finlandesa, y una vez allí subir a unas autocaravanas que nos llevarían a unos cuantos periodistas hasta el Cabo Norte. Acepté encantado, mientras me acordaba de aquella camioneta psicodélica. Días después estaba en Rovaniemi y tenía frente a mí 10 autocaravanas nuevas y perfectamente equipadas, con cocina, camas, calefacción, nevera, chóferes encantadores y todo lo que hiciera falta (¡incluidos berberechos, cervezas y fuet!). Nada que ver con la vieja Volkswagen modelo hippy. Por si fuera poco, aunque lucía un precioso sol de medianoche, nadie se metió con mi reloj y pude saber en todo momento qué hora era.
Dormir en una autocaravana es un buen término medio entre hacerlo en las rocas o en una 'suite' nupcial
Llegamos al Cabo Norte en un día de perros. A veces nevaba, a veces llovía y de vez en cuando llovía y nevaba a la vez. También hacía mucho frío y soplaba un viento polar. Una vez en el Cabo Norte, encontré diferencias apreciables respecto a mi anterior viaje. Aparte de que allí había nacido un gran centro comercial (el negocio es el negocio) y de que había como 50 autocares repletos de turistas, me sorprendió comprobar que a las doce en punto de la noche casi todos los presentes sacaban el teléfono móvil para retransmitir el evento en directo. "Estoy en Noruega, es medianoche y hace sol", decían todos. Años atrás se escribían postales; ahora todo es más inmediato. Hay que hacer rabiar cuanto antes al amigo que se ha quedado en casa. Si mis viejos amigos hippies levantaran la cabeza...
Cuando llegó la hora de dormir, me dijeron que en el fastuoso centro comercial había una única habitación: una suite nupcial con vistas al sol de medianoche (o a la niebla) que se alquilaba por el módico precio de 470 euros por noche. Me alegré de dormir en una autocaravana. Y es que, entre dormir entre las rocas y hacerlo en la suite nupcial, la autocaravana es un buen término medio. Aquella noche sopló un fuerte viento y llovió sin parar, pero la calefacción funcionó perfectamente y dormí como un ángel balanceado por los dioses vikingos. Al día siguiente, Miquel Balmes, uno de los chóferes, me preguntó si me había convencido lo de la autocaravana. Le respondí muy en serio que las autocaravanas son uno de los grandes inventos de la humanidad y que me congratulaba por la evolución que habían experimentado desde mi vieja camioneta hippy. El milagro de tener una cama en el Cabo Norte me había más que convencido.
De regreso, quiso el azar que nos detuviéramos unos minutos en el mismo fiordo donde había acampado muchos años atrás con mis amigos hippies. La cascada seguía allí, y el río y la playa y los renos (¿o quizá eran sus nietos?), pero no había ni rastro de la vieja camioneta Volkswagen. Sólo se oía el gemido del viento, pero aguzando el oído me pareció oír los acordes de Dust in the wind, la vieja canción de Kansas que aquellos hippies no se cansaban de escuchar: "Todo lo que somos es polvo en el viento".
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