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Columna
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Agujeros

En mi imaginación de niño, Sevilla era un queso emmenthal, un jersey que había sufrido la voracidad de las polillas, la hoja de un árbol de la que se había alimentado el pacífico bichito que trepaba alrededor: en suma, agujeros. Recuerdo las solemnes tapias de ladrillo visto que impedían asomarse al centro de la Tierra, y el cráter que se entreveía tras las rendijas de las portezuelas de latón. En efecto, el doctor Lidenbrock podría haber descendido hasta el interior de nuestro planeta por cuatro o cinco puntos: por la Puerta de Jerez, donde no había estatua, sino un vacío negro y sucio; por la Alameda, en que los ladrillos y las pintadas convertían el conjunto en un monumento abstracto; por la Plaza Nueva, embocando la misma gruta tenebrosa que se había tragado a nuestro patrón San Fernando, su caballo de bronce y la parafernalia de su pedestal; por la Encarnación, gran zoológico de grúas con sus terrarios de cemento en polvo y charcos. La Puerta de Jerez, la Plaza Nueva y la Alameda recuperaron su venerable aspecto cuando el cabildo municipal renunció a los beneficios del metro: del meteorito que se estrelló contra la Encarnación no ha podido curarnos nadie.

Cuentan los más viejos que en aquel lugar hubo una vez un mercado, que el mercado quedó obsoleto y se decidió prescindir de él, que el Ayuntamiento prometió construir sobre sus restos un aparcamiento subterráneo, como reclamaban los comerciantes de la zona. Ahora, todos sabemos que el aparcamiento jamás tendrá lugar porque han salido a la luz ruinas, mosaicos y columnas desmochadas, y el porvenir vuelve a ser incierto. Tal vez el agujero se haya acomodado de tal manera al paisaje urbano que ya constituya parte íntima de él y nadie se atreva a hacerle salir.

Estos eternos solares, las casas que tiemblan y se derrumban después de tiritar durante meses como ancianos enfermos, transmiten un aire de dejadez e indiferencia que permite sospechar el verdadero mal de Sevilla: es una ciudad milenaria, que conoce con creces su pasado, que sabe de sobra de dónde viene pero no a dónde va. Le falta un modelo, un ideal, una imagen a la que aspirar, sobre cuyo plano trazar la fisonomía de las calles, desplegar el crecimiento de sus barrios. No existe un plan urbanístico coherente para Sevilla, que la equipare con las valientes ciudades del norte en cuyos edificios conviven la tradición y el futuro: nuestros mandamases parecen conformarse con conservar, introducir cadáveres en alcohol, colocar piezas pulcramente en las estanterías de los museos. ¿No sería más valioso convertir esos vestigios en algo vivo, que puedan aprovechar los ciudadanos? Siempre es un placer y una esperanza rescatar de las nieblas del pasado un nuevo trozo de memoria, un nuevo superviviente de ese naufragio continuo a que nos someten los siglos: celebramos el hallazgo de esas ruinas romanas en la Plaza de la Encarnación, pero más celebraríamos saber que ese rectángulo no seguirá cerrado al público sino que se aprovechará su potencial cultural y urbano, en un proyecto de recuperación del espacio que consista en algo más que la perenne alambrada. Tal vez sea la hora de que Sevilla deje de alardear de su pasado, que, sí, es muy hermoso y vasto, y mire hacia otros horizontes. Al de mañana o de pasado mañana, por ejemplo.

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