Espejismo en Canadá
Narciso era un joven griego, hijo de un dios menor y de una ninfa. Era muy hermoso y por esa razón, amado y deseado por las habitantes de las aguas. Pero él no amaba a nadie, no encontraba a su alrededor belleza suficiente. Hasta que un día se vio reflejado en el río y se enamoró de sí mismo. A partir de aquí el mito se abre, multiplica su conclusión. A veces nos dice que Narciso no sabe que esa imagen adorada es la suya, que cree amar a una persona distinta e inalcanzable: cada vez que mete los brazos en el agua para tocarla, la figura se desvanece. Otras veces, todo lo contrario: que la tragedia de Narciso consiste precisamente en saber que no puede amarse más que a sí mismo, que no habrá para él belleza más deseable que la que le devuelve su propio reflejo.
Este mito griego ha dado para mucho, para tanto que ha desembocado en el conocido narcisismo, que es esa propensión a mirarse para complacerse en lo que se ve, para amar la propia imagen reflejada; esa actitud que consiste en buscar el espejo -lo fundamental es el espejo- capaz de devolver la representación más favorecedora de uno mismo, la más exquisita y amable. E insisto en que lo fundamental es elegir bien el espejo, porque no todas las aguas enamoran.
El nacionalismo es una forma de autoamor, de narcisismo, y como tal se mira y se alimenta de imágenes propias; y como tal busca permanentemente el espejo que le devuelva un reflejo aguapado de su condición, una cara mejorada e irreprochable. El nacionalismo vasco parece haberse ido hasta Québec en busca de ese espejo. Así nos lo ha expuesto Jose Luis Barbería en un extenso reportaje que este periódico ha publicado por entregas esta semana y que he seguido con gran interés.
Barbería ha resumido de una manera bastante completa y perfectamente legible la compleja realidad política, jurídica y social de esa provincia canadiense, y ha señalado además las relaciones entre el estatus de libre asociación del Plan Ibarretxe y la estrategia de soberanismo-asociado promovida por el secesionista Partido Quebequés; relaciones que son, en realidad, semejanzas y contactos de entidad suficiente como para considerar que aquél es copia o imitación de ésta.
Tras la lectura del reportaje, lo primero que he pensado es que toda la información que nos da ahora Jose Luis Barbería -y que es de agradecer habida cuenta de lo que nos espera en otoño-, nos la podía haber dado antes el propio lehendakari, en forma de anexo, de apéndice al anuncio de su intención. Así, la ciudadanía vasca hubiera podido acudir por sí misma a las fuentes de un plan destinado a cambiarle la vida; analizarlas con detenimiento; meterse sola en el espejo quebequés, y comprobar por su cuenta que cualquier parecido de esa realidad con la nuestra es, hoy por hoy, pura coincidencia, puro deseo-ficción, pura tentación narcisista.
Porque, desgraciadamente para nosotros, lo que allí, en esa sociedad tolerante y singular, sucede: fluidez y calidad del intercambio político, madurez institucional y democrática, rechazo explícito y unánime de cualquier forma de amenaza o extorsión, y sobre todo ausencia de violencia; no pasa aquí. Euskadi no es Québec. Y por eso Québec sólo puede ser un espejismo; como espejo no vale. Como no vale el Plan Ibarretxe porque nosotros no estamos, ni de lejos, en el contexto en el que ese plan podría discutirse libre y asociadamente. Horizontalmente, con la única metodología del respeto, con las solas armas de la persuasión programática, de la seducción ideológica.
Las profundas diferencias con Québec son, de momento, nuestra única imagen verdadera. El amor propio debería inducir al nacionalismo a reconocerlo, y a considerar que lo prioritario es rectificar, cuanto antes, esa imagen, penosa.
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