Raffarin, un año de equilibrios
El primer ministro francés se enfrenta a los sindicatos y la izquierda mientras mantiene puentes abiertos con Aznar y Blair
Al borde de cumplir los 55 años de edad, Jean-Pierre Raffarin ha desmontado lo que califica de "virus inyectados" por sus predecesores y ha roto con la herencia cultural de Mayo del 68. El primer ministro francés se considera respaldado por la mayoría de compatriotas que votó un cambio de política, hace poco más de un año, y está dispuesto a que se note, a pesar de los traumas sociales que se engarzan en esta primavera y el comienzo del verano.
Jacques Chirac habría nombrado primer ministro a Alain Juppé, pero no podía tropezar dos veces con la misma piedra. Éste último se encargó de diseñar otro retrato robot: se necesitaba una persona "joven, dinámica, competente, capaz de animar un equipo". Lo más ajustado a esa descripción habría llevado a designar a Nicolas Sarkozy; sin embargo, el nombrado fue Raffarin, un hombre cargado de espaldas, con una carrera limitada a la presidencia de la región de Poitou-Charentes y procedente de Democracia Liberal, el partido más pequeño de los que componían la mayoría chiraquista.
Al perder el referéndum de Córcega, falló en su experimento de descentralización
Nadie se metió con él durante los primeros meses. Fue el tiempo en el que Sarkozy logró concentrar todos los focos en el Ministerio del Interior, hasta el punto de que el primer ministro tuvo que decir: "Sus éxitos son los míos". Tampoco fueron con él la ley de rearme militar ni la crisis de Irak, protagonizada por el tándem Jacques Chirac-Dominique de Villepin. Sin embargo, Raffarin se esforzó por mantener los puentes abiertos con Tony Blair y José María Aznar durante los momentos de mayor división de Europa entre partidarios y contrarios a la guerra de Irak, prolongada después durante las discusiones sobre la futura Constitución europea.
La prudencia de Raffarin en la política exterior contrasta con su activismo en los "asuntos internos". Lo primero que hizo fue atacar la jornada máxima de 35 horas como "una decisión sectaria", "un virus inyectado por nuestros predecesores", a juicio del actual inquilino del palacio de Matignon y, sin abolirla, la dejó en una especie de jornada mínima para las empresas que la habían adoptado.
Pero esta primera iniciativa ha desembocado en el fracaso de Córcega. Al perder el referéndum del domingo pasado, el Gobierno de París ha fallado en el primer experimento de la política de descentralización. El golpe psicológico fue casi tan fuerte como la anulación de los principales festivales culturales del verano, situación deprimente para la Francia de la "excepción cultural", y de la que el Gobierno intenta sacar algún partido acusando a los sindicatos de haber tensado demasiado la cuerda.
Raffarin ha invertido mucho en la ley de reforma de las pensiones. El proyecto se encuentra en el Senado, tras haber pasado a trámite lento por la Asamblea Nacional, a causa de las más de 10.000 enmiendas de la oposición. Esa reforma -que destruye el privilegio funcionarial de jubilarse antes que los empleados del sector privado, además de alargar el tiempo de trabajo para todos- ha proporcionado a Raffarin la ocasión de afirmar su verdadera personalidad política.
Así, con las calles repletas de manifestantes, Raffarin mostró a la derecha y la extrema derecha que es capaz de mostrarse firme: "No se gobierna desde la calle", dijo, y mantuvo el proyecto de ley a capa y espada, por más oleadas de manifestantes que recorrieran las calles de Francia. Atacó a los socialistas por "preferir su partido a su patria" y les consideró culpables de que su país siga "en el purgatorio" pudiendo haber llegado ya "al paraíso". Raffarin, en fin, alanceó la imagen de alianza entre el principal sindicato y el Partido Socialista, afirmando que este último "olvida la cultura del Gobierno y escoge la agitación".
Para Raffarin, las elecciones de 2002 representaron "el fin del movimiento sesenta-y-ochista", según explica en el libro antes citado. Habla de la izquierda como de un arcaísmo y dice que fue expulsada del poder por haber asumido "las herencias troskistas, la desvalorización del trabajo, la deriva de la delincuencia, la separación de los franceses más que la unificación nacional, el desprecio del centro [político], una actitud pasiva o cómplice hacia comportamientos y reivindicaciones comunitaristas que han fragilizado nuestro modelo de integración".
Raffarin no es Margaret Thatcher. Su Gobierno siempre ha ofrecido a los sindicatos un margen de negociación antes de cada reforma importante, lo cual le ha permitido rechazar las odiosas comparaciones con la Dama de Hierro. Pero le gusta Tony Blair, de quien se declara el dirigente europeo con el que sintoniza más, y cuya tercera vía le agrada. Estas finezas le han sido devueltas por el premier británico con una gran comprensión hacia "el coraje demostrado" por quien intenta que "nuestros servicios públicos y nuestras prestaciones sociales sean compatibles con las exigencias del mundo moderno".
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