Más vale curar
Necesitamos cierta dosis de mentira habitual que coincidimos en llamar costumbre: esa imprecisión por la que creemos que el tiempo es un cómplice y no nuestro guardián. Cotidianamente reclamamos pautas, referencias sociales que ofrezcan una elección sin riesgos, después de todo dicen que no hay que aspirar a ser libres sino a encontrar un amo justo. Así, cumplimos religiosamente trazando un calendario de animal acostumbrado que acude a la cita con los más variados convocantes y ahora toca ir de vacaciones en tiempos de trueque en los que hemos cambiado el descanso por la cultura del ocio dirigido, el mar por el veraneo, la alegría en el amor y en la mesa por el sexo seguro y la comida sana. No somos camicaces ni estamos reñidos con la sensatez, pero nunca creímos que la prevención se parecería tanto al apresamiento. Vitaminas, proteínas, hidratos... todo en su justa medida y sabiendo qué alimento va dirigido a cada órgano de nuestro cuerpo; la alquimia de este comienzo de siglo ha cambiado el oro por la delgadez, el colesterol bueno y la depuración renal. Queremos ser sanos, guapos y felices, y que eso dure siempre: seguramente alguien nos está pasando un guión equivocado y el esfuerzo por hacer bien el papel nos obliga a un consumo de ansiolíticos tan necesario como disparatado. Son tantos los requisitos para entrar en el canon que cabe plantearse si los marginados no deberían ser ellos, si no sería más justo (sólo por cuestión de estadística) que la ansiedad de no seguir la norma la padeciera la top model y no la adolescente a la que obligamos a meter toda la vida de sus pocos años en una talla de exigencias imposibles. Sí, el mundo feliz de los Beckham y sus secuaces debería seguir viéndose como la excepción por mucho que nos lo quieran ofrecer como modelo. Adaptarse al ritmo de los tiempos significa, entre pocas cosas más, vivir para cuidarse. La prevención se nos ha instalado como un huésped incómodo al que ya no sabríamos echar, es la carcoma que ahueca nuestro espléndido armazón olímpico porque en el interior, tanta vida programada, tanta cautela nos va volviendo inseguros y desconfiados.
Vivimos tiempos en los que la dieta, la salud y la moral comparten afinidades. Codiciamos la seguridad con desenfreno, no sabemos bien de qué, pero tenemos madera de partidarios; nos adscribimos a cualquier causa que ayude a vivir escapando, pero ni siquiera la fecha de caducidad que intuimos en nuestras verdades eternas nos hace esquivar el engaño.
Nos engañan con frecuencia, pero con docilidad de doméstico, sacrificamos demasiadas cosas en aras de la seguridad y de la prevención, incluida la memoria: ya casi hemos olvidado nuestra obligación moral en la guerra que destrozó Bagdad. La prevención nos llevó a matar en una pelea desigual que no ha ganado nadie, que dinamitó el derecho internacional y convirtió a la ONU en una gigantesca ONG relegada sólo a tareas humanitarias, claro que siempre nos quedará el reparto del botín.
Cada tiempo tiene sus formas de esclavitud y la de este principio de siglo se llama éxito, sumisión a la estética hasta límites enfermizos, creación de un prototipo de triunfadores que genera de un modo subsidiario millares de seres que soportan la ansiedad de no dar la talla.
Deberíamos ir dando la vuelta al viejo adagio porque prevenir cada vez se parece más a no vivir. Quizá debamos pensar que lo importante es curar para no tener que huir de todo.
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