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Columna
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El Libro

Les explicaba a mis alumnos un texto en el que aparecían algunas figuras evangélicas -la Magdalena, Lázaro- y me di cuenta de que lo ignoraban todo sobre ellas. Les pregunté si sabían quién era Jesucristo, a lo que me respondieron que sí, que eso sí. En un intento no sé si por comprender o por disculpar tanta ignorancia, les sugerí que, bueno, que suponía que no serían creyentes, a lo que no tenía nada que objetar, pero... Sí, pero mi sorpresa fue mayúscula, ya que me quedé boquiabierto cuando me dijeron casi al unísono que todos habían hecho la catequesis. No quise saber si además estudiaban Religión, pero era evidente que mis alumnos eran creyentes y que, sin embargo, no sabían nada de los avatares históricos del Dios en el que creían.

Uno de los argumentos que se han utilizado recientemente para justificar la enseñanza de la religión en las escuelas ha sido el de su importancia cultural. Es casi imposible, se afirmaba, entender nuestra cultura sin conocer los referentes religiosos de que está colmada. De esta forma, parecía reducirse el estudio de la religión a un interés puramente hermenéutico que explicaría su necesidad universal. No voy a negar que eso sea así, pero también quiero hacer constar que ese interés hermenéutico funciona a diversos niveles y que habría que fijar cuáles son los adecuados para cada etapa educativa. Si la necesidad de la enseñanza religiosa se justifica desde una perspectiva cultural; es decir, si se la presenta como un hecho cultural más o, mejor aún, como un instrumento necesario para acceder a la comprensión de nuestra tradición cultural, en ese caso me atrevo a asegurar que la enseñanza de la Religión, de sus contenidos dogmáticos, no sólo no es necesaria, sino que puede dejar las cosas tan mal como en la actualidad. Así lo prueba el ejemplar caso de mis alumnos con el que he iniciado la columna. Y aunque no conozco su currículo, sospecho que puede ocurrir exactamente lo mismo con la asignatura que se le presenta como alternativa. Pueda ser que con la asignatura de Religión se formen muy buenos cristianos y que con la materia alternativa los alumnos no religiosos acaben interesándose por un fenómeno que de otro modo no les hubiera quitado el sueño. Pero pueda ser también que a unos y a otros haya que explicarles, llegado el momento y en otra asignatura, quién era Lázaro y quién la Magdalena, no digamos ya quiénes fueron Ruth, Josué o Isaías.

Es evidente que el recurso culturalista para justificar el refuerzo de la enseñanza religiosa era fraudulento. No tengo ninguna duda de que el conocimiento de lo que antes denominábamos Historia Sagrada es absolutamente conveniente para acceder a nuestra tradición cultural. Tampoco tengo duda de que, a niveles de mayor exigencia, sea igualmente necesario el conocimiento de contenidos dogmáticos, pero lo que mejor pueden asimilar nuestros jóvenes no son éstos, sino aquélla, y es eso justamente lo que se les hurta. Las motivaciones del hurto son básicamente puritanas, dada la propensión dogmática de la educación actual -y me da lo mismo que para impartirla se utilicen procedimientos lúdicos o salvajes-, propensión que elude toda ejemplaridad y en la que también incurre la llamada educación en valores, que quizá por ello suele estar condenada al fracaso. No hay ejemplaridad en el currículo, sino que la ejemplaridad está en la calle y en clara contradicción a menudo con lo impartido en aquél. Y ante el fracaso ilustrado en la transmisión de valores, recurramos a la Religión que, los transmita o no, puede ser al menos un elemento fundamental para nuestra hegemonía... política.

Podemos preguntarnos si una sociedad, cualquiera, puede funcionar sin creencias religiosas. Podemos preguntarnos igualmente sobre el papel que ha de desempeñar el Estado ante ellas y si la prevalencia otorgada a una de ellas, aunque sea muy mayoritaria, no la convierte de hecho en una religión de Estado. Preguntas legítimas, pero planteemos la cuestión en sus justos términos, sin camuflarla de otra cosa. Porque si la preocupación preferente en todo este asunto fuera de índole cultural, junto a las figuras y dogmas religiosos no hubiéramos debido olvidarnos de los mitos grecolatinos, cuya incidencia en nuestra cultura es tan o más poderosa que la de aquéllos. Eso nos hubiera llevado a revisar el currículo educativo de una forma muy distinta, ajena a la Religión, el Hecho Religioso o la Historia de las religiones. Historias sagradas, que son las que necesitamos para comprender la tradición y afrontar el futuro del mito. Aunque no me hagan mucho caso, porque escribo esto mientras escucho el He is my God, and I will prepare Him an habitation de Israel en Egipto. Händel, claro.

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