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Columna
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La sucesión

Definitivamente, y querámoslo o no, durante los próximos meses vamos a vivir diversas batallas sucesorias. Como si no tuviéramos poco con el culebrón del Partido Popular, del que todas las semanas asistimos a algún nuevo capítulo del serial de la llamada sucesión de Aznar, ahora tenemos también por delante otro episodio sucesorio, el relativo a la sustitución de Xabier Arzalluz al frente del Euzkadi Buru Batzar (EBB) del PNV, del que los medios han empezado a ocuparse con profusión desde que Joseba Egibar destapó la caja de los truenos con su insinuación acerca de un posible aplazamiento de la misma.

Es curioso este tema de las sucesiones. Todas ellas parecen dar lugar a procesos tan crípticos como enigmáticos, en los que la mínima señal da origen a múltiples interpretaciones y conjeturas. Hace años, en los tiempos del telón de acero, existía la figura del sovietólogo, auténtico especialista en leer entre líneas cualquier información que pudiera aportar alguna clave sobre posibles cambios en la extinta URSS. Algo parecido ocurre con el Vaticano y, en general, con las organizaciones, regímenes, e instituciones caracterizados por la ausencia de información sobre lo que ocurre en su interior.

Los partidos políticos se parecen a veces a este tipo de organizaciones cerradas en las que la información hacia el exterior fluye con cuentagotas. Este fenómeno se ve acrecentado cuando los líderes que están al frente de los mismos acumulan mucho poder. Algunos de estos líderes disfrutan con ello, siendo lo de José María Aznar un caso patológico. El deleite que le produce sorprender a los periodistas y a la opinión pública sólo es comparable con el malestar que debe generar entre los suyos el desconocimiento de sus designios. Sin embargo, es la cuota que se ven obligados a pagar por las prebendas recibidas del líder. Todos parecen aguardar con reverencia y excitación el momento en el que ponga su dedo sobre la cabeza del sucesor, y ninguno de los teóricamente aspirantes se atreve a decir una palabra más alta que otra, por si acaso. Desde una visión laica y democrática de la vida, el espectáculo no puede ser más patético.

Lo de Arzalluz es diferente. El enorme poder que ha llegado a acumular dentro del partido parece declinar poco a poco, y escaramuzas como la de Egibar dan la impresión -al menos desde fuera- de estar orientadas a ganar tiempo, intentando aplazar la sucesión hasta que sus postulados logren una consolidación interna mayor. Esto, a su vez, dependerá de los resultados electorales de los próximos años y de la manera en que la propuesta del lehendakari pueda o no afectar a las cuotas de poder detentadas en las instituciones. Pero, en todo caso, el fervor que pueda despertar Arzalluz en las campas de Salburua o en la inauguración de cualquier batzoki no tiene su correspondencia -como en el caso de Aznar- en simétricas actitudes reverenciales de los dirigentes y cuadros intermedios del partido.

El hecho sucesorio -y la opacidad que rodea al mismo- ha generado en los últimos tiempos una novedad en el panorama mediático: las encuestas sobre las preferencias del personal de cara a la sucesión. Es algo así como "ya que los partidos no dicen nada, a ver qué dice la gente". En el caso de Aznar, se vienen repitiendo durante los últimos meses, para alegría o cabreo de los pretendientes dependiendo de cómo salen parados en cada oleada. En el caso de Arzalluz a ningún medio se le ha ocurrido hacer una encuesta en la calle sobre su sucesión, y es que, aquí, el asunto es más complicado. Empezando porque la mayoría de los potenciales encuestados desconocen los nombres de los posibles candidatos.

Y es que, en el PNV, las personas que ocupan cargos institucionales (lehendakari, diputados generales, algunos alcaldes y parlamentarios...) son conocidas, pero ¿cuánta gente sabría decir tres nombres de miembros del EBB? Probablemente, la mayoría se quedaría en dos. Cosas de la separación de poderes.

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