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Columna
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Vejez

Lo angustioso de la vejez no es el lento crepúsculo, los colores apagados y tenues que anuncian el cese del día, sino el recuerdo desconsiderado del sol en alto, cuando las flores crecían altas y fuertes y el universo entero era despejado como un verano. Las piernas recuerdan escaleras que ya no podrán volver a ascender, la mano guarda memorias de una piel suave, sobre la que alguna vez resbaló para contagiar el amor y que hoy no será sino ceniza y pergamino: y los ojos, sobre todo los ojos, rehuirán el sueño porque las imágenes se habrán convertido en avispas, y el aguijón de cada una resultará doloroso como si se clavase en la carne por primera vez. En los clásicos figura el caso de un amante que desafió las leyes no escritas de los dioses -que diría Sófocles- para compartir la eternidad junto a la ninfa que había elegido: Zeus le concedió el supremo don de la inmortalidad, vedado a los hombres, pero olvidó añadir la eterna juventud, con lo que lo transformó en un anciano perpetuo, en un guiñapo arrugado y enfermizo al que se le negaba la esperanza de un final. El mito retrata con una crueldad exacta las penalidades de la vejez: imaginamos al desdichado amante confrontando sus miembros exhaustos con la frescura del vientre de su ninfa, le oímos lamentar el recuerdo que le transporta constantemente a un pasado en que también él era hermoso y elástico.

En la calle Calería de Sevilla ardió hace una semana una casa acosada por la ruina, donde habitaba un hombre en condiciones no mucho mejores: Román Ayza, Barón de Tormoye, había pertenecido a lo más floreado de la aristocracia de la ciudad y ahora vivía encovado en un edificio precario, sumido en la más absoluta indigencia, con la sola compañía de un hijo al que, por su comportamiento durante el incendio, no debían de unirle muchos afectos. Los bomberos tuvieron que rescatar al anciano, de 83 años, del interior de una cámara de fuego donde se había resignado a esperar la muerte, y todavía se recupera en el hospital. Un vecino ha testimoniado que lo único que la casa guardaba de valor consistía en una colección de libros antiguos, que tal vez el dueño había ido conjuntando con algo parecido al amor. La vejez de este hombre resulta más atroz que las de los otros: a la pobreza y la oscuridad en que consumía sus últimos días había que agregar el esplendor de los de antaño. El cambio de suerte probablemente sea el castigo más sádico que el destino puede infligir a un ser humano; quien haya pasado su vida en un pozo se habrá habituado a las tinieblas y los ecos, pero quien recuerde el sol y el aire tibio de fuera jamás podrá volver a conciliar el sueño. Ignoro cuáles serían los pensamientos íntimos de este Barón de Tormoye durante su reclusión en la casa que se desmoronaba, pero nada nos cuesta conjeturar que repasaba las primaveras de una juventud que transcurrió entre plata y porcelanas y detestaba la avaricia del invierno presente. Dicen que fue él mismo quien provocó el incendio, tal vez para poner fin de una vez a aquella sangrante humillación de los años; en cuanto a los libros, a pesar de su valor los dejó consumirse sin remordimientos. Tal vez pronunció las palabras del César de Shaw ante los anaqueles en llamas de la biblioteca de Alejandría: déjalos arder, contienen una memoria de infamias.

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