Lo último en basura
Algo estaba podrido en el reino de España, pero ya no hay que asquearse. Dos importantísimos saneadores, el presidente del Gobierno y el presidente de Tele 5, se han pronunciado en contra del principal foco de podredumbre, la televisión-basura. El dato es crucial en la medida en que Aznar es el supremo responsable de un partido cuyo acceso y permanencia en el poder han marcado el predominio de dicho tipo de programación, en muchos casos pagada por el contribuyente, y el máximo responsable de Tele 5, Paolo Vasile, ejercía en sus declaraciones esa rara -en nuestro país- figura de la retórica que es la autocrítica, dirigida a un concurso difundido por su cadena. De momento, el cordón sanitario que denuncias de tan elevado rango hacía presumir no se ha concretado en curas milagrosas ni operaciones de cirugía estética en la masa de los contenidos televisivos, pero quizá es pronto. En septiembre nos veremos todos las caras, y también con el nuevo comienzo de temporada se verá si el (a mi entender) mayor foco de putrefacción nacional se regenera o sigue su pestilente curso actual. Me refiero, naturalmente, al fútbol; no al deporte, sino al resorte de su instauración como paradigma de nuestra sociedad.
Una de las razones, por no decir la única, que hace odiosos -incluso a fieles seguidores en momentos de arrepentimiento o vergüenza ajena- programas como Hotel Glándula, Salsa Crónica, Glam Hermano o similares, es la del ejemplo. Tragarse cada noche una porción de mierda televisada no es, si se recapacita, demasiado grave para adultos consentidores, pero, ¿qué pasa con la juventud? Hasta las espectadoras más acérrimas de Glámbula y los abonados más conspicuos a La isla de los marcianos se ponen circunspectos cuando se entra en el espacio educacional y formativo; por común acuerdo, semejantes programas no pueden más que hacer daño a los menores. Yo, que no soy sociólogo ni obispo católico, ni siquiera padre probo, estoy de acuerdo con esos colectivos de los que nunca seré miembro, aunque me aceptaran. El problema de raíz que hasta los más ligeros e inocuos programas de entretenimiento chismoso-musical -como, por ejemplo, Un paso adelante- provocan es el del modelo de comportamiento propuesto abierta o solapadamente a los niños, adolescentes, y, por qué no reconocerlo, a los telespectadores maduros, también susceptibles de exposición a la lluvia dorada del dinero fácil, el éxito fácil, el exhibicionismo fácil, la injuria fácil. En lo anecdótico, el modelo generado por emisiones de ese estilo se manifiesta en peinados, atuendos y expresiones copiadas, en discos o (supuestos) libros comprados a mansalva; nada apocalípticamente grave ni irreversible. Lo profundamente nocivo y duradero es la moral de triunfo inculcada, el apogeo de una concepción publicitaria de la vida, el alarde de las nociones de competición salvaje, vulgaridad en la expresión de lo privado y sistemática "subasta del espíritu", como en el verso de Emily Dickinson, que no imaginó la muy ingenua en toda su visionaria poesía las pujas a que se llegaría en la venta de las almas y los cuerpos.
Ahora bien, la tele-basura, por mucho que se consuma y se produzca, tiene mala prensa, y la condena tanto de Aznar como de alguno de sus propios mamporreros viene a indicar ese tenue soplido de desagrado que alienta aun en los olfatos más estragados. Pero, ¿y la fetidez que despide hoy el fútbol?
Se han oído, es verdad, voces contrariadas (algunas de futboleros acreditados) por la bochornosa secuencia de sucesos posteriores a la proclamación del Real Madrid como campeón de la Liga el pasado 22 de junio, en la que destaca la altanería, propia de un cuatrero del Oeste, del jugador Raúl, y las amenazas de Hierro, para más inri graduado como capitán del equipo. Esas muestras de matonismo soez han disimulado un poco el recuento (habitual) de este tipo de triunfos (habituales): el elevado gasto de diseño y levantamiento de la pasarela de protección de la Cibeles, el drástico corte del tráfico en el centro de Madrid iniciado cuando el partido estaba en el primer cuarto de hora, la paralización ciudadana y el insoportable follón posteriores a la victoria, sin contar, claro, esa primera partida de desperfectos (los gastos no se mencionan) dada a conocer por el Ayuntamiento: 52.350 kilos de basura (balompédica, no catódica) dejados por los madridistas en su celebración, 2.500 metros cuadrados de zona verde destrozados, todo recogido y restaurado con cierta celeridad y a un coste público que adivinamos cuantioso y desde luego desproporcionado a las actividades gamberras de un club privado y multimillonario (en el que tampoco yo me inscribiría nunca).
La prepotencia innata de los madridistas, el gasto recaído en mi bolsillo, la mortificación de quien no participa en el jolgorio, son, en cualquier caso, cosa de una o dos o tres noches por temporada, y eso, por mal que nos sepa a los que somos víctimas y pagadores, es relativamente intrascendente. Lo escandalosamente trascendental del fútbol es su estado actual, que lo ha hecho pasar de un deporte inofensivo e históricamente noble a una máquina de adocenamiento civil y especulación financiera; su conversión en el verdadero Gran Hermano, la verdadera Operación Triunfo y Cancha de los Famosos de nuestros días, todo ello sin apenas suscitar rechazos ni soportar el vilipendio que los bienpensantes y altas instancias de la moralidad pública echan encima de la tele-basura.
El fútbol era antes, cuando incluso un gimnasta tan desastroso como yo lo practicaba en campeonatos de colegio y lo seguía en los campos de juego profesionales, un deporte pasional y modesto, en el que la artisticidad del ejecutante era el motivo central del partido. Hoy el fútbol (y eso, me temo, sólo lo notamos quienes muy de tarde en tarde, en un arrebato de tedium vitae, vemos horripilados por televisión, y sin rombos de advertencia, la final de una Copa en la que nada se nos ha perdido) consiste básicamente en una pelea de lucha libre de 90 minutos de duración, en la que el árbitro, como los del ring, está en el césped para sancionar los golpes más secos, las zancadillas más aviesas, las patadas más hirientes. Agresividad, teatro de pacotilla, marrullería, chulería, sentimentalismo cursi y barato (¡esas camisetas inferiores con un besito dedicado por el delantero killer que acaba de marcar a su hijita aquejada de gripe en casa!); tales son las bases semánticas del fútbol actual, agravadas fuera de la indecente violencia campal por lo que sucede en los vestuarios (no insinúo nada anti-natura) y los despachos de contratación. ¿Cómo comparar las entradas a degüello del futbolista quirúrgico Alfaro con los improperios de Enrique del Pozo, la leña de Albelda con la caña medio en coña de Dinio, las bravuconadas de Fernando Hierro con las de Antonio David, la sistemática lesión física del adversario con las murmuraciones sobre la cantidad de silicona en un implante? Los contrincantes de la tele-basura son santos y monjas al lado de ciertos admirados jugadores, y nunca nadie, ni siquiera el iracundo Coto Matamoros, ha hecho tanto daño en un plató como aquel Goicoechea del Athletic que le quebró el tobillo a Maradona en un estadio.
El fútbol es la quintaesencia de la basura contemporánea, pero la cerrilidad o la condescendencia tifosa de los aficionados todo lo perdona y lo traga, incluso ese sonrojante impuesto por el que los futbolistas juegan anunciando productos comerciales, algo que los hace rastreros no ya en comparación con los actores en el escenario (¿Nuria Espert con el logo de La Caixa en el escote de Medea, Kenneth Branagh luciendo un peto de Guinness al interpretar el Enrique IV?), sino con el protagonista de pasatiempos más populares y por cierto más denunciados por algunos politically correct que luego no rechistan ante el fútbol. El torero va algo demodé y sobrecargado, pero no lleva el nombre de ningún refresco en su pedrería, ni creo que están permitidas las banderillas y estoques con esponsorización de Albacete.
El dinero. Ése es el big brother, la salsa rosa del gran merdé del fútbol, el único glamour de la tómbola con la que los clubs, sus presidentes, sus entrenadores y jugadores se rifan un negocio no siempre limpio y a veces tan descaradamente mendaz como en el caso del falso mesías Beckham que Laporta usó como señuelo de su candidatura. Espejo de avariciosos y ventajistas, reino de la violencia física y verbal, imán de seguidores fachas y racistas, paraíso económico de los contratos blindados, refugio de traidores que venden su fidelidad a los colores ante el mejor postor; una imago mundi prestigiosa y supuestamente deportiva que se les da alegremente (desde pequeñines) a los niños, como biberón-basura de comportamientos centrados en la belicosidad tolerada, el enriquecimiento prodigioso, el culto a la personalidad caudillista y el odio al rival.
La diferencia de trato respecto a la tele-basura, y la razón de la impunidad del fútbol, es el contubernio intelectual. Los periódicos tienen intereses no por, sino en el fútbol, al pueblo no se le puede hurtar lo que pide (el argumento de Canal Nou cuando se habla de retirar Tómbola), y nuestros más destacados poetas, novelistas y filósofos suspenden cualquier cogitación, debate o visita de la musa si toca partido.
Con semejante panorama, ¿quién se extraña de que Tamayo y Sáez, esos regateadores de segunda división, hayan querido, por una ficha mejor, por salir de la opacidad del banquillo, o por vengarse del entrenador, cambiar de camiseta antes del primer silbato, estropeándole a su equipo el campeonato de liga?
Vicente Molina Foix es escritor.
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