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Un imperio sin imperialistas

Varios meses antes de los ataques del 11 de septiembre, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, encargó un informe sobre las "estrategias para mantener el predominio de Estados Unidos", donde preguntaba por "las lecciones de la historia" de los imperios romano, chino, otomano y británico. Un brillante historiador británico instalado en Estados Unidos, Naill Ferguson, ha publicado recientemente una historia apologética de ese último imperio en la que trata de sacar esas lecciones. Según Ferguson, una de las principales diferencias entre los británicos del siglo XIX y los americanos actuales es que los primeros enviaban al exterior a algunos de los mejores individuos de las élites sociales y universitarias del país, los cuales se instalaban durante largos periodos, pongamos por ejemplo en la India (o, para el caso, también en Irak), disfrutando más o menos de las costumbres locales y adaptándose a las necesidades de la tarea (incluida, por supuesto, la típica indumentaria colonial). Los americanos, en cambio, si bien viajan más que nadie, da la impresión de que, una vez han confirmado que el mundo es diverso y variado y, por ello, más o menos interesante, pronto llegan a la conclusión de que, al fin y al cabo, poco tienen que envidiar del modo de vida de otras gentes; una vez terminada la tarea -como, por ejemplo, expulsar un ejército invasor o derrocar a un dictador-, enseguida preguntan: "Pues qué, ¿ya podemos regresar a casa?".

El mensaje del historiador británico es que si los americanos no aprenden del imperio británico del pasado, podrían tener un poder mundial más bien efímero. Cierto es, desde luego, que los principales imperios modernos, como los de España, Holanda, Portugal y la misma Britannia, se construyeron a partir de la emigración desde las metrópolis, mientras que Estados Unidos no ha sido nunca un país de emigración, sino de masiva inmigración, y sigue siendo el principal candidato de los descontentos de todo el mundo como patria de adopción. Quizá por eso el informe de Rumsfeld había seleccionado algunos imperios entrópicos en vez de prestar atención, pongamos, al modelo de conquistador español. Si así fuera, habría que alegrarse, porque indicaría que los actuales líderes estadounidenses no están pensando en instalar fuera de sus fronteras regímenes de ocupación permanente que, mediante el trabajo forzado de los nativos, expoliarían los recursos locales a la manera clásica imperial.

De hecho, el actual predominio americano en el mundo parece que tiene poco que ver con las anteriores formas históricas de dominación imperial. La actual política exterior norteamericana de la Administración de George W. Bush se diferencia incluso del crudo realismo de lucha por el poder que la inspiró durante los anteriores cincuenta años, especialmente por su énfasis en un idealismo moral. En vez de ver el mundo como una tierra de nadie a conquistar o de considerar que todos los Estados se mueven por una misma ambición de poder y son, por tanto, potenciales rivales o enemigos, los ideólogos y gobernantes americanos de este momento distinguen entre Estados buenos y sinvergüenzas, estos últimos agrupados en algún eje del mal; en vez de aspirar solamente a un balance de poderes entre Estados soberanos que se neutralicen mutuamente, como en los viejos tiempos de las rivalidades coloniales, esperan que la liberalización y la apertura de los países reducirá su agresividad externa; en vez de buscar únicamente la paz como ausencia de un conflicto mundial -como hicieron los gobiernos que les precedieron durante el largo periodo de la guerra fría-, afirman que quieren hacer coincidir los intereses de la gran potencia con la expansión de los valores de la libertad y la democracia, siempre, eso sí, bajo la supervisión y la vigilancia de un único poder coercitivo universal.

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Otras "lecciones de la historia" que quizá podrían resultar ahora más interesantes son las que se refieren, no a los modos de dominación, sino a las causas de la caída de los imperios. En este terreno, una de las tradiciones intelectuales existentes subrayaría la crisis interna que una dominación imperial puede acabar provocando en la propia metrópolis. Otro historiador británico afincado en Estados Unidos, Paul Kennedy, publicó hace ya algunos años una versión competente de esta interpretación en la que subrayaba que el exceso de compromisos externos, y especialmente los crecientes gastos militares, habían arruinado a los sucesivos imperios modernos, incluidos el español, el holandés y el británico, y, según él, el mismo peligro podría amenazar a Estados Unidos. Pero Kennedy escribió su libro en el momento de máximo despliegue militar americano, en el ápice de la guerra fría durante el segundo mandato de Reagan, mientras que en los decenios ulteriores la desaparición de la URSS indujo a los gobernantes americanos a reducir sus gastos militares a menos de la mitad de lo que habían llegado a ser, como proporción del producto interior bruto. Por ello, el ligero aumento previsto por la actual Administración no parece que pueda llegar a convertirse en un factor importante de crisis económica general.

Otra tradición intelectual ha identificado, en cambio, la causa del declive y la caída de los imperios en la aparición de enemigos y rivales externos. Pero no parece que Europa, por ejemplo, pueda presentarse hoy en día como un serio candidato a competir y reemplazar a Estados Unidos en el papel de máxima autoridad internacional. Tras la recientes cumbres en Salónica y en Washington, la política exterior de la Unión Europea parece haber tomado como único modelo de referencia el de Tony Blair durante la guerra de Irak, es decir, actuar como un fiel aliado de Estados Unidos en aquellas tareas que la única superpotencia identifique como prioritarias: la presión sobre los estados con armas de destrucción masiva, los Estados en descomposición y el terrorismo, incluido mediante acciones preventivas, según la nueva doctrina acabada de adoptar. Tampoco Rusia, China o Japón parecen encontrarse en muy favorables condiciones para tratar de balancear el poderío de Estados Unidos con ambiciones alternativas y establecer así un esquema de relaciones multilaterales competitivas en el escenario internacional.

Las amenazas al predominio americano en el mundo no parece que sean, pues, por ahora, muy graves. Quizá la mayor sea precisamente el terrorismo, al modo de los bárbaros que, según el clásico relato de Edward Gibbon, hicieron caer al Imperio Romano. Pero lo que hoy se está construyendo más parece un nuevo modelo de imperio sin imperialistas, es decir, un poder mundial que pretende actuar como vigilante y protector de cada uno de los Estados ante la agresividad de los demás, que el tradicional de un gobierno efectivo sobre personas y territorios extranjeros susceptibles de ser derrotados por un ataque exterior. Los historiadores apologéticos suelen recordar que el modelo clásico de dominio imperial fue capaz, durante el periodo decimonónico británico, de producir unos cien años de relativa paz mundial. Pero precisamente por diferenciarse claramente de éste en su desapego territorial, el actual predominio mundial de Estados Unidos podría aspirar a una duración incluso mayor.

Josep M. Colomer es profesor de Investigación en Ciencia Política en el CSIC.

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