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Columna
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Pensar es peligroso

La prensa es un prodigio de materiales para cualquier columnista, pero lo mejor de todo es cuando alguna de sus noticias suscita una lectura muy distinta a aquella que el redactor o la fuente de la misma hubieran deseado. Esta semana leí un titular fascinante: "Pensar en otras cosas limita en un 30% la capacidad de reaccionar del conductor".

Psicólogos españoles han demostrado que el conductor ocupado en tareas mentales complicadas reduce su capacidad para percibir objetos en la carretera y en el coche hasta en un 30%. "Tener la atención ocupada impide que veas en tu entorno", aseguran los autores el estudio, e incluyen entre esas tareas complicadas mercadeos como el cálculo de pesetas a euros, pero también nobilísimas tareas, propias de lo mejor de la condición humana, como la realización de descripciones espaciales o la recreación de antiguos recuerdos.

Personalmente, el estudio no me ha sorprendido. Pensar en cosas complicadas perjudica al conductor, cierto, pero en mi opinión, pensar en cosas complicadas es también perjudicial para las empleados de las tiendas de ultramarinos, los mineros o los agentes comerciales. En realidad esto de pensar se ha revelado siempre como una actividad profundamente lesiva para las tareas de la vida práctica y para la suerte final de cualquier biografía. Cuando uno está pensando en cosas complicadas se fija menos en los semáforos, pero también en los extractos bancarios, en los seguros de vivienda o en los plazos para la liquidación del impuesto sobre la renta.

Pensar, en general, es un pasatiempo inútil que nos distrae de la vida práctica y que puede llevar a que nuestra vida acabe precipitándose en una vertiginosa cuesta abajo. Tradicionalmente se alaba la cultura, el enriquecimiento intelectual o la apertura de miras y uno, que es escritor, procura aprovecharse de esa mala leyenda, pero realmente el hecho de pensar (y qué decir de pensar en "cosas complicadas") se revela como un lastre social.

No es concebible una sociedad donde todos los operarios manuales se hallen atormentados por el significado profundo de la obra de Franz Kafka o donde los futbolistas lean profusamente por la noche a los grandes autores de filosofía alemana. Ni siquiera la televisión sería lo mismo. ¿Cómo discurrirían los reality shows si en ellos asistiéramos a discusiones sobre arte moderno, sobre la muerte de Dios o sobre los pros y contras de la globalización?

Los autores del estudio sobre la conducción y el pensamiento han dado en el clavo. De hecho, lo hacen hasta límites increíbles. Según sus investigaciones, las conversaciones intrascendentes y sin repercusiones emocionales no tienen casi impacto en la conducción. No podía ser de otra manera. Lo que jode de verdad, lo que molesta, son los pensamientos complejos. Ahí es cuando, conduciendo, podemos estrellarnos contra un árbol. Uno va en el coche escuchando por la radio a Yola Berrocal y puede sentirse más seguro que en las cámaras acorazadas de Fort Knox, pero uno va elucubrando sobre su inminente divorcio, sobre sus posibilidades de que le echen del trabajo o sobre para qué demonios está pagando una hipoteca si ya ha sufrido dos amagos de infarto y lo más seguro es que acabe en el barranco.

Los científicos no dejan de sorprenderme. Sabíamos que el tabaco o el alcohol eran perjudiciales para la salud, pero que lo sea también el pensamiento resulta desalentador. Vivimos en una sociedad pacata, diminuta y oligofrénica, pero resulta que lo hacemos por prescripción médica, ya que resistirnos a ella sólo supone, al final, poner nuestra vida en riesgo. Cada vez que vea a un individuo tomándose en el bar un ridículo vaso de agua con una rodaja de limón pensaré que se cuida mucho, que se cuida hasta el extremo de no permitirse ningún pensamiento complicado. Y que si me animo por la noche a releer a algún clásico no cabe ya ninguna duda: la enfermedad avanza.

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