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Columna
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Amenizar la fatiga

En la labia, en el comportamiento, en el rostro (entre progre y relamido) de Tamayo es fácil reconocer la mezcla de cinismo e ingenuidad del pícaro literario, que el hispanista R. O. Jones definía como "un hombre sin escrúpulos y parásito que busca siempre la ventaja fácil, y siempre intenta evadirse de la responsabilidad". De la misma manera, en el silencio embalsamado de Sáez se expresa un elemental estupor zarzuelero. El habla de Tamayo, la de la mayoría de sus críticos y la de sus actuales beneficiados destila un acento muy característico de los tiempos actuales: el acento de la vacuidad. Los tópicos de las viejas ideologías, ya completamente deshidratados, se mezclan con la trivialidad léxica que imponen los medios audiovisuales. El matiz y la distancia reflexiva están prohibidos: aquel que actúa ante la televisión (y la política ya no existe a extramuros de ella) está obligado a vomitar palabras sin freno. Consiguientemente, los hechos acaecidos en la Asamblea de Madrid suelen discutirse con parecido empeño, con similar pasión, con la misma solemnidad con la que se investiga, esclarece y debate la supuesta felación que una Barbie recauchutada ha practicado a la última estrella del estiércol rosa.

Presionados por los medios de comunicación, los políticos están convirtiéndose en personajes de farándula, contadores de cuentos

El estiércol se expande como un clima, y es imposible parcelarlo. Parece estúpido decir: las heces de la política son menos nobles que las heces del deporte o las de este mundo que llamamos rosa. Parece estúpido intentar separar los grados y los colores de las heces que se producen en ingentes cantidades diarias en los medios de comunicación para gozo de los programadores y anunciantes, para escándalo y decepción de los bienintencionados y como ejemplo que reafirma la validez de la única ideología rampante: el nihilismo.

A raíz de la tremenda destrucción de las torres de Manhattan se habló con cierta insistencia del nihilismo contemporáneo. A pesar de que los terroristas suicidas aparecen generalmente como los clérigos de la muerte, como el brazo armado de un Alá encolerizado y saturnal, algunos analistas se preguntaron por el extraño desprendimiento de estos hombres. Eran islamistas, sí, pero durante su etapa de células durmientes, bebían como cosacos y vivían con desparpajo occidental. Lanzándose voluntariamente al dolor y a la muerte no para salvar a su gente o conseguirles un beneficio, sino sólo para causar dolor y muerte, los suicidas de Al Qaeda superaron la vieja definición que Paul Bourget hacía del nihilismo: "Una mortal fatiga de vivir, una lúgubre percepción de la vanidad de todo esfuerzo". El frío Atta y su macabro pelotón dieron un paso más: el atentado se convirtió en un broche de odio destructor que coronaba la percepción de que todo esfuerzo positivo es inútil. En el otro extremo estaría lo que Ferran Sáez Mateu llama "la cara amable del nihilismo": la simulación de las ideologías. El guiñol de las ideas. Perdido el sujeto del cambio social, presionados por los medios de comunicación, los políticos están convirtiéndose (incluso a pesar de ellos mismos, de su buena o mala intención) en personajes de farándula, contadores de cuentos, protagonistas de videojuegos.

Es fácil entender por qué en este contexto simulador aparecen con tanta frecuencia los pícaros en la política. No son tan distintos de los pícaros que abundan en los medios de comunicación, comprando y vendiendo verdades. No son tan distintos de estos jueces que simulan una neutralidad en la que ya nadie cree. No son tan distintos de estos ciudadanos que, repanchigados en el sofá, vomitan improperios a la pantalla del televisor, aparentemente irritados por el fallo del futbolista o por el gesto del político al que odian. Aparentemente irritados por lo que ven: olvidado ya el peso interior con el que cargan.

Las personalidades televisivas, sea cual sea su oficio o su papel, se insultan o se besan sin solución de continuidad, con igual desenfado afirman esto y lo contrario, se escandalizan ante el vicio del contrario y después lo convierten en virtud y lo practican aplicadamente delante de las cámaras. Ayer era Tamayo, mañana el tonante Aznar. Le sigue el tragaldabas Caldera y etcétera. Todo es igual a todo. Nada vale, todo cuela. Todo es verdad, todo es mentira. En esto consiste el nihilismo presente.

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El espectáculo es feo. Ya no queda ni el culto a la bella apariencia, al esteticismo que propuso Nietzsche, el gran profeta de la inversión de los valores. Da igual la manifestación por la paz que el masivo carrusel de las Harley-Davidson. Ambas acaparan las mismas portadas, las mismas adhesiones descomprometidas y regocijadas de la audiencia, ambas son intercambiables: consiguen el aplauso de la ciudadanía, la excitación del periodismo, la complacencia de las autoridades. El festival barcelonés de las Harley, un alegre despilfarro de gasolina, estuvo ideológicamente en los antípodas de la gran manifestación de febrero, en la que los ciudadanos criticaron la supeditación del petróleo a la vida humana. No importa: ambos eventos estaban hermanados por su función encantadora, deleitable, amenizadora. También los partidos de fútbol están hermanados con las elecciones políticas, en las que los contrincantes se juegan una victoria que los comentaristas califican: "a los puntos" o "por goleada". Esto es lo que ha sucedido precisamente en el debate de las Cortes de Madrid. El puño de hierro de Aznar machacó las narices del pusilánime Rodríguez Zapatero, y la audiencia, al parecer, ha dictaminado que el candidato no tiene talla. No tiene talla de competidor deportivo: nunca podrá vencer en las carreras del circo. Zapatero, en comparación con Aznar, aparece ante los espectadores simulando al Barça, y viceversa: arruinados, a ambos les crecen los enanos mientras el rival se apodera no sólo de la galaxia, sino del universo entero.

Muertos los dioses y los héroes, arrastrados por la razón a la fatiga de vivir, hemos encontrado una alma caritativa que nos consuela y nos distrae. La llaman sociedad de ocio. En ella la información y la distracción presentan un mismo menú y comparten el principal objetivo: satisfacer a la audiencia.

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