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Columna
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Festivales y precariedad social

Los festivales, ese feliz invento cultural que acompaña nuestros veranos con una cada vez más amplia oferta de música, teatro, exposiciones, danza, ciclos de cine, folclor, fotografía, manifestaciones de arte popular y de vida cotidiana, se han convertido en un dispositivo tan generalizado como indispensable. En la Agenda Cultural del verano europeo que lanzamos en 1986 en el Consejo de Europa recogimos ya cerca de 2.500 actividades significativas que tenían lugar entre el 24 de junio y el 30 de septiembre. Todas estas acciones, a la par que estimulan la creación y enriquecen nuestros ocios estivos, aportan una considerable contribución económica a los lugares que los organizan, recordándonos que hoy cultura y economía son indisociables. Tan es así que muchos municipios del sur de Europa, sin el complemento que representa ese plus turístico, no lograrían salir de los números rojos. Francia es, tal vez, el país que con más entusiasmo y éxito ha acogido este tipo de prácticas y que con más de 2.000 manifestaciones festivalísticas, desde los grandes festivales de Aviñón, Aix-en-Provence, Marsella, Montpellier, etcétera, hasta los de prácticamente cada pueblo del Perigord, la Provenza, la región del Loira, Alsacia o Bretaña, se ha colocado en cabeza del mundo de los festivales. Pero esta extraordinaria explosión cultural peligra gravemente este año a causa de la huelga que los trabajadores temporales del espectáculo han puesto en marcha. De su razón y causa ha informado en este diario Octavi Martí, por lo que yo sólo quiero insistir ahora en la condición estructural del conflicto y en su vinculación al proceso general de precariedad social que viven nuestras sociedades.

Es evidente que los oficios de la cultura tienen, en cuanto empleos estables, una fragilidad superior a la de la mayoría de las otras actividades laborales por la discontinuidad esencial de la demanda, lo que les constituye en presas destinadas al trabajo temporal. En especial los que cubren las funciones técnicas a los que se ha designado con el calificativo de los intermitentes, que son, por esencia, más intercambiables que los actores directos del espectáculo. Pues bien, dentro del desmontaje general de la protección social que se ha acometido en Francia, en particular por lo que toca al retiro y a las pensiones, las organizaciones patronales agrupadas en la MEDEF, con el pretexto de algunos abusos y la connivencia del Gobierno, han llegado a un acuerdo con tres sindicatos minoritarios que reduce considerablemente las prestaciones que se les abonan en periodos de paro y que, como siempre, afectará sobre todo a quienes están en las posiciones más inferiores y desfavorecidas. La huelga puede quebrar ciertamente el equilibrio presupuestario de algunos municipios y poner en grave peligro a bastantes compañías, además de cortar de raíz muchas iniciativas de base que representan un componente fundamental de la vida cultural francesa. Pero culpar de este desastre exclusivamente a los trabajadores temporales y a su voluntad de supervivencia, olvidando la responsabilidad del Estado y de las empresas es, cuando menos, de una parcialidad inaceptable que hay que apuntar en el debe de la voluntad sistemática de naturalizar la precariedad social. Como hemos naturalizado el paro de masa, con el que nos propusimos acabar hace 30 años y que, como la Comisión nos ha recordado esta semana, parece que hayamos aceptado, pues sigue ahí obstinadamente, rondando el 8% en los países de la Unión Europea y el 12% en nuestro país. Si a esta abultada cifra agregamos la de los empleos precarios, hay países en Europa -España sin ir más lejos- en los que casi el 50% de la población activa vive con la espada de Damocles sobre sus cabezas de cuánto les durará el trabajo y de qué vivirán cuando éste les falte. Y simultáneamente los grandes directivos empresariales se aseguran unas coberturas en oro macizo para cuando por una razón u otra cesen en su actividad. Para no citar los casos españoles que todos tenemos en mente, esta semana también un tribunal arbitral norteamericano acaba de asignar al empresario prodigio, Jean-Marie Messier, que arruinó a su empresa y ahora ha montado una agencia para transmitir su saber, una indemnización de 20,5 millones de euros. Precarización impuesta y acumulaciones indecentes acabarán añadiendo la guerra social a las guerras de Bush.

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