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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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El amigo del presidente

Mi crítica a Jordi Pujol viene de fondo. No es una crítica a una persona ni tan sólo a una política, sino a un sólido y profundo entramado de intereses, promiscuidades y servilismos que han hecho de tantos años de pujolismo algo parecido a un régimen. Los que vengan después, vistan de heredero aplicado, vistan de alternante displicente, no sólo tendrán que gobernar. Sobre todo tendrán que cambiar los paradigmas que hoy por hoy definen el poder en Cataluña. Abrir ventanas, cortar vías de escape, sanear armarios, despedir a los amigos de sus amigos, repintar, con trazo grueso, la línea fronteriza entre lo público y lo privado, esa línea que un día, en nombre de la patria... se desdibujó de la pintura. Y no lo digo por Pujol, sino por Pujolandia, que no es lo mismo, ese largo listado de personas tan adheridas al poder de los mil años, que han llegado a creer que ellos mismos eran el poder. Los que han mandado sin tener cargo; los que han protagonizado los chistes del 15%; los que se han enriquecido gracias al teléfono directo; los que conseguían más de lo que merecían porque hablaban con la persona adecuada; los que han vivido de ser una cultura callada, gracias a ser una cultura subvencionada; los que han hecho negocio con la bandera; los que se han cargado la sociedad civil, tan mentada la pobre y tan agredida; los que... Me dirán que eso es el poder, pero les respondo lo que pienso: por eso el poder no puede durar mil años. Y, sobre todo, no puede sustentarse en un concepto mesiánico de la patria.

Sin embargo, y a pesar del balance crítico que honestamente hago de este oasis catalán, y que alegorizo en un barrizal -también los barrizales son tranquilos-, creo necesario elogiar a Pujol en un aspecto clave. Pujol es un hombre de profunda cultura democrática. Esta convicción estructural, nacida de una formación ideológica de resistencia, lo asemeja a otro gran resistente, Pasqual Maragall, y al mismo tiempo lo aleja de algunos líderes coetáneos cuyo pensamiento, en el terreno sinuoso de los valores democráticos, enciende luces de alarma. Sin ninguna duda estamos ante una de las divisiones más nítidas de la política actual: la que divide al personal entre democracia y sucedáneo, entre piel democrática y lifting rejuvenecedor.

Hay democrátas y hay aprendices más o menos forzados en función de las contingencias. Hay Pujoles y Maragalles y hay Aznares y Berlusconis. Dejo dicho algo de entrada: no creo que José María Aznar o Silvio Berlusconi sean antidemócratas. Lo que creo es que no son hombres formados en la escuela adusta y exigente de la democracia, y aunque hayan aprendido tardíamente sus servidumbres, la democracia no les hirió el alma a la edad en que las almas son heridas por las convicciones. De ahí que resbalen por las pendientes del autoritarismo. De ahí sus arrogancias. De ahí sus exabruptos verbales. De ahí sus complicidades. Y, sobre todo, de ahí sus decisiones, sus prioridades y sus desdenes. ¿Extrañó a alguien que Berlusconi fuera un buen amigo de Aznar, hasta un buen padrino de su santa hija, en el día santo de San Agag? Como Berlusconi, también Aznar entiende el poder como un catecismo privado, sujeto a una cosmología propia y no al hecho colectivo que lo sustenta. Como Berlusconi, también él desprecia al Parlamento, tampoco él entiende de autocrítica y también como él se cree algo más que un gestor de lo público. Un poco salvadores de patrias que no les piden salvarse de nada, un mucho autócratas y un todo arrogantes, los Aznar y los Berlusconi son, desgraciadamente, la modernidad política. No podemos confundirlos con antiguos tiranos, ni están forjados de la casta de los fascistoides, ni son, como he dicho, antidemócratas. Pero no son demócratas en el sentido radical que la democracia exige. Y por ello, juegan a tocarle las pelotas a la democracia.

Lo que ha pasado en el Parlamento Europeo y que tan anonadados ha dejado a los aburridos eurodiputados que por allí sobreviven, ilustra a la perfección lo que intento decir. Berlusconi reaccionó, ante la crítica política, como reaccionan los Berlusconis de esta nueva era del pensamiento débil: con desprecio e irritación. Si el Parlamento no es entendido como el paisaje natural de la confrontación de ideas y proyectos, sino como el escenario del propio ego, la crítica es confundida con el insulto. Y por ello su respuesta es el insulto. Il Cavaliere -sobrenombre que debió autoimponerse por agudo sentido del humor- proyectó dos gestos explícitos y densamente cargados de información. Primero, confundió la crítica política con un ataque personalizado a su honor. Como si fuera el decadente personaje del Martes de carnaval valleinclanesco, Berlusconi no entendió que la crítica opositora no va con él, sino con su política. Pero ¿cómo iba a entenderlo quien ha confundido al poder con la familia, al Parlamento con el patio de su casa y al código penal con una receta de cocina de la abuela? El desprecio al juego parlamentario es el primer síntoma del desprecio a la democracia. Segundo, el tipo de ataque. Cuando uno usa el nombre del nazismo en vano, y lo lanza como si dijera un vulgar "tonto a las tres", y minimiza la peor miseria moral de la historia de Europa, dice mucho de sí mismo. Sólo un demócrata serio sabe que con el nazismo no se juega, y sólo un demócrata sabe que el único autoritario de un Parlamento es aquel que no lo respeta.

Dicen que, tarde y mal, se ha disculpado. Gracias. Pero sus disculpas a boca cerrada y mal temple no evitan pensar que vamos a tener Europa presidida por un tipo sin ética histórica, sin formación democrática y, sobre todo, encantado de todo ello. No es un fascista. Es un neoliberal radical. Traducción: es la versión posmoderna de la autocracia clásica. Ahora no suben a caballo. Ahora cambian los códigos penales, compran los medios de comunicación y desprecian a los parlamentos. Sin subir a caballo, cabalgan sobre la democracia pisoteándola.

Pilar Rahola es periodista y escritora. rahola@vodafone.es

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