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TEATRO

Un actor sin montura ni riendas

Javier Vallejo

El actor siente miedo antes de salir a escena. No importa que haya pisado las tablas mil veces. Ese pequeño instante de vértigo, de presión estomacal, de náusea, ese momento en el que el corazón palpita desbocado, se reproduce como el miedo del portero ante el penalti. Cada actor lo exorciza como puede, y a la larga, de su manera de espantarlo hace un ritual. Unos cantan, otros repasan obsesivamente su vestuario y comprueban veinte veces que su bragueta está bien abrochada, muchos se instalan en la taza del váter hasta quedar vacíos de polvo y lodo...

Obviamente, los intérpretes hablan muy rara vez en público de estos detalles. Están obligados a ofrecer una imagen apolínea, los galanes; simpática, los graciosos; desenvuelta, todos. Del pánico que siente antes de salir a escena, de su identidad como intérprete, del deseo de ser independiente de autores y directores trata Nada es casual, primer trabajo en solitario de Alberto Jiménez.

Lo estrenó hace un año en El Canto de la Cabra, el más pequeño de los teatros madrileños: tiene apenas 60 butacas de aforo y un escenario en el que cinco o seis actores son multitud. Cuento el comienzo: a oscuras, se abre una puerta lateral por la que entran un chorro de luz, una sombra tortuosa y trémula y unos alaridos espantadores, como de alguien a quien estuvieran aspando. ¿Quién será? Un grito que la sombra se da a sí misma tiene la respuesta: "Yo no salgo, que salga otro". Es Alberto Jiménez interpretándose a sí mismo, diciendo en voz alta lo que normalmente sentiría y callaría en ese mismo momento, un instante antes de abandonar su refugio entre cajas para salir al encuentro del toro. Y, además, siente que se orina. No importa cuántas veces haya ido al servicio, Jiménez siente que se orina.

En Nada es casual no hay historia que contar, nadie la ha escrito. Jiménez ha decidido salir a escena, mostrarse sin pudor y ver qué pasa. Cada noche enumera en voz alta los espectadores que tiene: "Uno, dos...", les habla, les narra cosas intrascendentes, con un lenguaje cotidiano, sin remedar a Bernhardt ni a Müller, recurso al que algunos directores en funciones de autor echan mano cuando pretenden que sus intérpretes aparenten estar contándose a sí mismos. Sus palabras son las de un actor, francas como el pan blanco.

Desnudo -emocional, pero

también físicamente: sin buscar su perfil bueno, chorreando litros de sudor por donde el sudor chorrea, imagínenselo, después de haber girado seis minutos como un derviche-, el intérprete y factótum de Nada es casual consigue que la realidad le pise y le coma los talones a la ficción, y eso tiene una fuerza extrema. En cambio, cuando la ficción gana el pulso, en la zona central del espectáculo, éste se ablanda como cartón mojado. No voy a contar cómo entra la realidad en escena: en un golpe de sorpresa, en otro de humor, en una descarga fisiológica. En la distancia cortísima que impone El Canto de la Cabra, el actor consiguió secuencias de tensión sostenida y varios impactos muy buenos, que no me imagino cómo va a reproducir en un teatro al aire libre: el que El Canto de la Cabra abre cada verano en una placita recoleta, a unos pasos de la de Chueca.

Tampoco hay confesión en Nada es casual en ningún momento el actor intenta contar quién es, ni cómo le ha ido en la vida, ni con los directores de escena, ni de ajustar cuentas, como hacía Philippe Caubère con su infancia y con Ariane Mnouchkine en aquellos monólogos lírico, ácidos, cómicos, y largos como el Mahabharata, que representó hace años en el festival de Aviñón. Ni siquiera es un monólogo. No contiene revelaciones impúdicas, ni chistes. Su autor trata de compartir un momento de emoción con el público, de ponerle a vibrar en su misma frecuencia de onda. Alberto Jiménez interpretó hace seis años al Orador de Las sillas, de Ionesco, con dirección de José Luis Gómez. Era la suya una aparición breve y estelar: en la última escena de la obra, cuando parece que por fin el protagonista va a decir, por boca de otro, las gravísimas cosas que lleva anunciando durante la comedia, descubrimos que el Orador es mudo. Abre la boca, pronuncia una sílaba inaudible, y cae el telón. Aquel gesto, que vale por diez mil palabras, no se olvida. Tampoco el esfuerzo colosal del actor en esta rareza sin discurso que es Nada es casual.

Para los coleccionistas de anécdotas, va una: Jiménez está interpretando a Urbano, el sindicalista de Historia de una escalera, a las ocho de la tarde. Una hora y cuarenta minutos después sale a la carrera del camerino del María Guerrero para llegar a tiempo de comenzar la función en El Canto de la Cabra, a las diez. Así trabajaban los actores en los tiempos duros y vivísimos del teatro por horas.

Alberto Jiménez, en 'Nada es casual'.
Alberto Jiménez, en 'Nada es casual'.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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