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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Las plazas

Esta crónica hubiera debido escribirse hace varias semanas, cuando Lunberg Editores presentó el libro Places de Catalunya, de Vicenç Llorca y el fotógrafo Domi Mora, en el restaurante Leopoldo Petit, en la calle de la Petxina, en La Rambla de Barcelona, justo debajo de la Boqueria. Dicho así, de corrido, parece que se trate de un lugar archiconocido, y eso creí. Pero cuando antes de salir disparado hacia la cita eché maquinalmente una ojeada a la invitación, una sombra de duda me obligó a detener mis pasos, que ya habían puesto el piloto automático hacia el Leopoldo de la calle de Sant Rafael, en el Raval.

Reconozco que tuve que recurrir al callejero para localizar la calle de la Petxina, cuyo nombre me sonaba familiar pero no consiguía situar en el mapa. Además, nadie tenía la menor pista sobre el restaurante en cuestión.

El problema de escribir sobre este tema es que es un género que tiene dueño. Puedes estar con Pla o contra Pla, pero no al margen de Pla

Una vez allí, resultó ser el antiguo Turia, un clásico de la cocina de mercado de Barcelona. En la puerta estaba Rosita Gil, la viuda de José Carlos Frita Falcao, más conocido como José Falcón, muerto por el toro Cucharero, de la ganadería de Alipio Pérez-Tabernero, el 11 de agosto de 1974 en la plaza Monumental, el último torero muerto en el ruedo en la capital catalana.

Rosita, como sabrán todos los lectores que sigan las crónicas de este periódico, es hija de Germán Gil y nieta de Leopoldo Gil, del mítico restaurante Leopoldo, del Raval, que, dicho sea de paso, sigue donde siempre ha estado aunque a algunos no se lo parezca exactamente, perdidos en el trompe l'oeil de la reforma del barrio chino. Rosita ha concebido su nuevo restaurante como un homenaje a su amor torero, a su amor portugués. Entre la variada oferta, pedí bacalao a la portuguesa, que resultó ser lo que en Lisboa llaman un bacalao con papas. Excelente.

El director general de Promoción Cultural de la Generalitat, Vicenç Llorca, inició su parlamento con el aperitivo; siguió mientras dábamos cuenta del pica-pica y agonizaba el bacalao cuando acabó de explicarnos a los asistentes el contenido de su libro; un repaso a 30 plazas emblemáticas de Cataluña seleccionadas con la subjetividad que exige cualquier criterio estético y con condiciones lo suficientemente amplias como para que todo el mundo encuentre alguna de las plazas que él hubiera escogido y descubra otras tantas que, o bien no conocía, o bien no había sabido valorar.

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Llorca comienza, obviamente, con la plaza de Sant Jaume, que le sirve para recordarnos que está en el Mons Taber -"sota la ciutat gòtica hi ha el món romà"- porque el ágora mediterránea que pretende retratar es, ante todo, una acumulación de capas de historia, de grandes acontecimientos y de avatares cotidianos, y sobre todo lugar de comercio, de transacciones, aunque de algunas de las que propone este libro, como la de Les Glòries, el imposible nudo viario de salida de la ciudad, lo más que se puede decir es que son la historia de nunca acabar.

El problema cuando se aborda un libro de este tipo, como reconoció el propio director general de Promoción Cultural de la Generalitat, es que es un género que tiene dueño. "O estás de acuerdo con Pla o en desacuerdo con Pla, pero no hay otra posibilidad", reconoció. Por ejemplo: para el padre del catalán moderno una plaza no es nada sin una escultura en medio, o por lo menos con edificios de suficiente relevancia arquitectónica. Condiciones, ambas, con las que Llorca no está de acuerdo, como tampoco lo está con la conocida aversión del escritor ampurdanés por la barcelonesa plaza de Catalunya, que también figura en el libro. Pero estas dos excepciones no impiden que, aunque se resista a admitirlo, Llorca planee.

Las plazas, en mi opinión, lo son cuando se perciben como tales, y a menudo esto no depende de la historia o de los deseos de las autoridades, sino de la casualidad, que las transforma y les otorga una mirada o se la quita.

Hace unos años estuve en Vic y cuál fue mi asombro al toparme con la plaza del Mercadal, esa deslumbrante maravilla, grande, de proporciones clásicas, que aguanta la comparación con cualquiera de las piazzas italianas de mas nombre, cubierta por un albero impecable que desde los soportales parece invitar a saltar al ruedo.

No había vuelto a la ciutat del sants desde mediados de la década de 1970, cuando con el entrañable y polifacético Jordi Vendrell -entonces productor discográfico, más tarde locutor de radio y ahora en el otro mundo- nos reuníamos con el músico Rafael Subirachs, que estaba grabando para el sello de Vendrell -Ocre- un álbum de canciones tradicionales catalanas con el título de Bac de Roda, que acabó convirtiéndose en una de esas obras de arte redondas e irrepetibles. Íbamos a menudo a Vic porque Vendrell, además, era de la vecina Manlleu, y lo curioso es que no guardo ningún recuerdo de que en aquella ciudad existiera una plaza -por supuesto, ninguna como la del Mercadal-, todo lo más un espacio deslavazado, lleno de coches y autobuses, sucio y gris, en el que, eso sí, había cuatro preciosas farolas modernistas de Antoni Gaudí. Las farolas desaparecieron. Nadie sabe dónde están, se dice que al Ayuntamiento las fundió. A cambio, surgió una plaza.

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