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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Parlamento de Aznar

José María Aznar cerró ayer su último debate del estado de la nación, la cita anual más solemne del Parlamento, la institución que el líder del PP prometió tiempo atrás colocar en el centro de la vida política española. Este debate de despedida -concluido con resoluciones que poco aportan- no ha registrado variación ni en los modos ni en la estrategia que ha empleado Aznar desde su llegada al poder. Incluso ha sido más intensa y evidente esa actitud de menosprecio hacia los adversarios políticos a la que ha ido acostumbrando año tras año a los ciudadanos.

Por este procedimiento, secundado con su depurada técnica de hacer oposición a la oposición en vez de explicar la labor del Gobierno, Aznar ha logrado generar en la sociedad española el convencimiento, o la resignación, de que una actividad parlamentaria eficaz no se compone de otra cosa que de una mezcla de marrullerías de los diputados de a pie para desestabilizar a los oponentes mientras se encuentran en la tribuna de oradores y de un prontuario de frases prefabricadas, susceptibles de convertirse en titulares o cortes en las cadenas de televisión, mayoritariamente dominadas por el PP.

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De este modo, Aznar ha confirmado la evidencia de que detrás de los más exaltados discursos de salvación pública no se suele esconder, como decía Karl Popper, el propósito de moralizar la política, sino el de hacer política con la moral. Las comisiones de investigación que Aznar exigía independizar del juego de mayorías y minorías parlamentarias mientras estuvo en la oposición han brillado por su ausencia durante sus dos legislaturas al frente del Gobierno, a excepción de algunos esperpénticos remedos para cubrir el expediente y confundir a la opinión, como las del fraude del lino o la de Gescartera.

El deterioro al que ha llegado la actividad parlamentaria con Aznar no se comprende cabalmente si no se toma en consideración que, en la estrategia del PP, el destino final de la actividad del legislativo, con o sin mayoría absoluta, no ha sido más que el de servir de alimento a la propaganda. En realidad, y haciendo balance de casi ocho años de relaciones del presidente Aznar con el Parlamento, su promesa de convertirlo en centro de la vida política española ha consistido en utilizarlo como simple decorado en el que dibujar la imagen de la oposición y del Gobierno que mejor sirviera a los intereses del PP, mientras se ocultaba sistemáticamente a los ciudadanos la dirección en que los poderes públicos resolverían -si es que tenían intención de hacerlo- los problemas que más les afectan.

El debate sobre el estado de la nación no debe servir para saber si del duelo de broncas sale ganador éste o aquél, sino para explicar los grandes problemas del país y las soluciones propuestas. Sobre los muy graves que se han acumulado este año -la huelga general, la gestión de la catástrofe del Prestige y el consiguiente chapapote, la guerra contra Irak por unas armas de destrucción masiva que no aparecen, el accidente aéreo que costó la vida a 62 militares españoles o el secuestro por dos tránsfugas corruptos del resultado de las urnas en la Comunidad de Madrid-, el presidente del Gobierno no ha aportado ni una sola explicación convincente. Aquí no ha pasado nada. ¿O sí?

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