Maragall, segundo intento
El pasado domingo, Pasqual Maragall presentó su candidatura en sociedad, ayer estaba en la tribuna del Congreso de Diputados arropando a José Luis Rodríguez Zapatero. Queda claro de este modo que miente quien diga que a Maragall no le preocupa el impacto que el lío de Madrid pueda tener en las elecciones autonómicas de otoño. Sin embargo, el gesto de ir apoyar a Zapatero en un momento difícil es algo más que coyuntural. Maragall sabe que su estrategia política, por definición, tiene que dar algunos quebraderos de cabeza al secretario general del PSOE. Es de buena ley que en momentos delicados le acompañe. Por mucho que Zapatero se diga comprometido con la idea de una España plural articulada sobre una forma más o menos asimétrica de federalismo, la posición determina tanto el contenido de los mensajes como el modo de decodificarlos. La España plural en boca de Zapatero, desde la secretaría general del PSOE, nunca querrá decir exactamente lo mismo que en boca de Maragall, desde la presidencia del PSC. Y una misma frase dicha por uno o dicho por otro será interpretada de distinta manera en Madrid o en Cataluña. Así es el juego de los partidos políticos de soberanía compartida.
Maragall siempre ha tenido una debilidad por los amigos en apuros. Su presencia al lado del líder del PSOE en su primera gran crisis tiene, sin embargo, indudable relevancia política. "A Zapatero le va a tocar cambiar muchas más cosas de las que creía", ha dicho Maragall sólo llegar a Madrid. De lo cual cabe entender: que el presidente del PSC sabe que queda todavía mucho por limpiar en el PSOE -por tanto, puede que las sorpresas no se hayan acabado-; que está convencido de que Zapatero puede hacerlo (entre otras cosas porque, a día de hoy, cualquier recambio sería una vuelta al pasado); y de que no es de los que en el PSOE están haciendo quinielas sobre quién va a sustituir a Zapatero.
Pero Maragall, además, tiene en su punto de mira su segunda apuesta, y necesita que el PSOE llegue en un mejor estado de ánimo del que tiene ahora. Para Maragall es muy distinto enfocar unas autonómicas con un Zapatero desfondado, con escasas posibilidades de ganar el año próximo, que con un Zapatero a la ofensiva, que genere expectativas positivas. Una parte determinante del electorado socialista tendrá menos pereza a la hora de ir a votar a Maragall si sabe que en marzo se puede rematar la jugada en Madrid. El candidato socialista a la presidencia de la Generalitat no puede olvidar nunca que un sector importante de la ciudadanía, proclive a votar socialista, lo hace siempre con un ojo puesto en el gobierno de España.
La segunda intentona de Maragall es la definitiva. Motivación no debería faltarle: sabe perfectamente que si pierde ya no tendrá otra oportunidad. Maragall llegó a la política medio de rebote, por las peculiares circunstancias de una época en que el antifranquismo, las amistades y las afinidades electivas configuraban un panorama de motivaciones muy distintas de las del carrerismo político actual. A Maragall se le nota que es más un intelectual que un político. Cuando coge una idea le cuesta abandonarla -por mucho que su entorno se lo aconseje- porque tiene que masticarla hasta tenerla bien rumiada para quedarse tranquilo. Nunca será un cliente agradecido para los asesores de imagen, pero esto no tiene que ser forzosamente una mala noticia a la vista de fracasos recientes. Sus campañas, desde un punto de vista técnico, siempre dejarán mucho que desear: es demasiado evidente que no son su medio natural. A estos obstáculos añade otros: Maragall es cuatro años mayor que la vez anterior, en un momento en que está de moda el siempre frívolo discurso de lo generacional, y su figura está ya muy vista porque forma parte de la primera fila de la vida pública catalana desde hace más de 20 años.
En Cataluña acaba el largo periodo del pujolismo. El pujolismo ha sido, entre otras cosas, una idea hegemónica de Cataluña que muchas veces ha contado con la complicidad de los propios adversarios de Convergència i Unió. Con el tiempo se ha ido cosificando y se ha convertido en una especie de costra cada vez más extraña a la dinámica del país. Las próximas elecciones deberían servir para que la superestructura política y la realidad social recuperen sintonía, que se airee el ambiente viciado por tantos años de repetición y cacofonía. Este clima parece haber producido cierto spleen en la ciudadadanía catalana en su relación con la política. Un estado de espíritu que es la gran incógnita de las próximas elecciones, y que da una peculiar modulación a la idea de cambio que la ciudadanía pueda decidir.
Maragall tiene en su haber el precedente de Barcelona. Fue en su periodo como alcalde que Barcelona encontró el trampolín de lanzamiento de lo que es su condición actual de ciudad abierta. ¿Podrá hacer lo mismo con Cataluña? En buena parte dependerá de que la ciudadanía busque otra manera de hacer las cosas o se dé por satisfecha con otra persona para hacer las mismas cosas. En su último discurso, Maragall ha roto de manera inequívoca los lazos con la herencia pujolista. Por fin ha comprendido que el elegido por la familia era otro, y que si pretendía ganar por la vía de la continuidad tenía todos los números para volver a perder. La condición primera para que Maragall gane es que su proyecto sea inequívocamente de cambio. Sólo así los catalanes podrán decidir si quieren cambiar o no.
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