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Columna
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Rockeros que nunca mueren

El pasado miércoles merodeé por el ambiente previo al concierto de los Rolling Stones. No fue una profesión de fe: sencillamente vivo por allí. Era sorprendente la llaneza burguesa, la medianía de los espectadores que se dirigían al estadio. Yo mismo, sin ir más lejos, habría podido formar parte de aquella morigerada carne de cañón. Había cincuentones con la vida resuelta, grupos de amigas alegres y divertidas, padres aún dinámicos en compañía de hijos pre-adolescentes, jóvenes matrimonios que habían contratado a una canguro para que custodiara a los pequeños. En fin, todo el todo Bilbao (el medio Bilbao) en busca de los célebres rockeros.

Realmente parecía el mismo público que, hace unos cuantos meses, fue a ver en el mismo lugar a Luciano Pavarotti. Es lo malo de Bilbao, que a pesar de todo no deja de ser una ciudad mediana, sin tribus, sin ambientes diferenciados. Aquí actúan Pavarotti o los Rolling, aquí actúa Barbara Streissand o Chavela Vargas y los que acuden son los mismos, posiblemente el mismo, lo mismo, el todo Bilbao. Tantos años de prédica de la ruptura, tanta dinamita rockera y destructiva, tanto elogio críptico a las drogas en algunas canciones para acabar actuando en Bilbao, al calor de los aplausos de su burguesía media alta, media media y media baja. Quién se lo iba a decir al rostro derruido de Keith Richards. Si los que esta semana le aplaudían se lo encontraran de noche por la calle a la vuelta de la esquina habrían gritado de pavor, buscando el auxilio de la Ertzaintza. Es lo que tiene ser famoso. O quizá peor, es lo que tiene, desde otro punto de vista, ser de Bilbao.

Recuerdo la misma impresión desde hace muchos años: los simples los llamaban "los Rolling", los enterados los llamaban "los Stones". Los enterados simulaban saber más inglés y por eso lo decían de aquel modo. Los demás (más sencillos, más pacatos, reclutados para colegios religiosos) los llamaban "los Rolling". Yo era de los que los llamaba "los Rolling", aunque de aquel tiempo ya ni me acuerdo. Ahora también se dice en el mundo del fútbol "la Champions", y no he oído aún a ningún enterado que prefiera decir, con mayor fundamento, "la League". Si los expertos se resignan a la Champions, los cutres tendremos que retroceder un paso y llegar a "la Champiñones". No estamos tan lejos de tamaña conquista. Ya he oído alguna fonética muy próxima al engendro. Prometo promocionarla, en colaboración con los tertulianos deportivos de las teles locales.

Los Rolling actuaron ante el variopinto público de Bilbao, como una caricatura de sí mismos, como si ya se hubieran resignado a una ciudad como la nuestra, una ciudad autonómica, por mucho que se ponga el plan Ibarretxe. Hago recuento de quienes fueron a aplaudirlos y los veo mejor haciendo un coro con guitarras, de esos que cantaban en las misas postconciliares. La incapacidad de Bilbao para generar una endurecida multitud de auténticos roqueros (o rockers, que dirían los enterados) es una demostración de su íntimo fracaso como ciudad, como verdadera jungla urbana. Ni un atisbo de crueldad, de incivilidad o de anarquía, en torno a los totémicos juglares. Quizás tenga razón Arzalluz y resulte que no somos españoles: somos unos suizos aburridos y ordenados.

Esos tipos llevan cantando más años de los que tengo ahora. Y aún conservan más pelo que el que conservo yo, mal rayo les parta. Decididamente, el tiempo no pasa de igual modo para todos. Los Rolling Stones son una leyenda inmensa, pero son algo aún mejor: son una leyenda viva. De pronto me asaltan pensamientos sombríos. Presiento que los Rolling son inmortales, y que no engordan, y que no se les cae el pelo, y que la derruida cara de Richards no es obra del paso del tiempo, sino la demostración fehaciente de una vida muy intensa, esa de la que me he privado a cuenta de escribir artículos de madrugada. Presiento que los Rolling seguirán cantando, tan campantes, después de que yo me muera. Porque, hay que joderse, los viejos rockeros nunca mueren, pero los otros sí.

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